1/14/2025

Destinos soñados

 


En aquella tierra ancestral de exóticas especias y espiritualidad, el aire cargado de su historia milenaria se amalgamaba con el humo de los penetrantes inciensos, las calcinaciones nauseabundas y los gases causados por la combustión de la contemporaneidad contaminante. Era diciembre y, pese a todo lo colorido que me rodeaba, no pude evitar sentir una amarga decepción por la incierta tonalidad de un cielo que se adivinaba azul. Tantas veces había soñado con viajar a esta cultura, tantos textos sagrados había aprendido de memoria, y mantras había recitado, que, al llegar y verme rodeada de miseria, de moscas verdes sobre la comida en los puestos y sobre la sonrisa de los niños, no pude evitar sentirme como el gris plomo que mal nutría mis pulmones. La constante neblina de la ciudad no era como la del valle que empapaba vides y ricas huertas en mi tierra; sino una capa lechosa, que asfixiaba e impedía imaginar.


Había una constante espesura que me penetraba por los orificios nasales, dejando un rastro de oscuro sedimento en mis vías respiratorias. La polución de aquel lugar se hacía carne, así me lo mostraba la viscosidad de mis esputos, y, junto a lo que había reprimido, me había provocado una carraspera.


Sentada en el avión de vuelta a casa, intentando aclarar mi voz con un brebaje caliente con sabor a té, fui consciente de que había entrado en aquella ensoñada civilización por la puerta equivocada. Mientras nos alzábamos a los cielos, triste contemplé Nueva Delhi. Mi naif ilusión de occidental había quedado esfumada en aquella capota tóxica y asesina que la cubría.



María Reino


1/05/2025

Volar

 



Observo a los pájaros volar, y al humo desprenderse de las chimeneas, y me pregunto cómo saben qué dirección tomar en la vastedad del cielo. Aquí, abajo, en tierra, existen caminos y señales que te van indicando por dónde ir; pero allí arriba no.


Si fuera pájaro o humo, ¿cómo me sentiría?, ¿cómo me pondría en movimiento?, ¿cómo decidiría hacia dónde dirigirme? Es obvio que hay algo que induce a las aves, y al humo, a desplazarse en un sentido o en otro, a elevarse o descender; y este algo es el aire: invisible, intangible y, a la vez, determinante. Pero si observas bien, sí que hay diferencia entre el movimiento del humo y las aves, a veces. El humo, una vez se escapa por la chimenea, se deja llevar por el aire sin más. Parece liberado. También se deja acariciar y envolver por el aire, entrando en una suave danza con él hasta desaparecer. Humo y aire se enlazan, se emparejan y comienzan así su relación, haciéndose uno en la infinitud. Es el humo el que se deja llevar por el aire; es la esencia la que, una vez liberada de la materia tras la combustión, asciende y vuela al son de lo intangible: el aire. Y este mismo gesto se puede observar también, a veces, en los pájaros.


Es una delicia ver disfrutar a las aves cuando se dejan llevar por el aire. Solo tienen que desplegar sus alas y dejarse hacer; así de fácil es. Esta imagen puede ser la misma que la relación entre mi alma y mi espíritu. Mi alma, cuando despliega las alas, anhela dejarse sentir por mi espíritu en un vaivén etéreo, en una bella danza en donde ambos se hacen uno en lo intangible.


Sin embargo, esta misma ave, cuando se desplaza con un propósito por el aire, no vuela dejándose arrastrar, ni llevar, sino que, aprovechando el elemento por el que se mueve, lo utiliza a su favor para mejor llegar a su destino. Hay una determinada voluntad en el vuelo de esta ave, y no como la del ave, o el humo, que se deja llevar por mero placer.


La voluntad. Quizá sea esto. Lo volitivo, lo que tú de corazón quieres y, simplemente, dejarte llevar, a veces, y, otras, saber volar. 


Feliz Noche de Reyes hoy, feliz Epifanía mañana,


María Reino

12/31/2024

El hada del lago




En un bosque, cuyo lecho se siente mullido al pisar por su abundancia en agua, existe un lago con una mágica peculiaridad. En esta floresta, verde por sus ricos musgos, los árboles visten sus troncos con una húmeda corteza. Pero no hay charcas ni suelos fangosos, y al caminar uno no se embarra, pues la gran cantidad de agua que hay es absorbida por cada habitante de este bosque; que nunca ha conocido la sequedad.

Lo especial del lago no reside solo en sus aguas sino también en un ser que vive en su orilla, en una gruta que no es ni muy grande ni muy pequeña y que, además, está en proporción con las dimensiones del lago. Durante las horas solares ella permanece en el interior de su guarida y, si en algún momento decides visitar aquel bosque, no la verás durante el día. En cambio, cuando la noche cae sobre el lago y la oscuridad empapa todo su alrededor, ella sale de su gruta, aportando una luz especial a la noche de este bosque y a este lago de aguas no profundas y quietas. Ella, el hada, con su luz, y aquí está la magia, ilumina tus ilusiones y sueños sobre la superficie del lago.

Y es que ella, el hada del lago, en las noches de luna llena, se evanesce en miles de motas para posarse, como el delicado baile de los copos de nieve cuando descienden del cielo, sobre hojas, rocas, lecho del bosque, e incluso vuela, danzando, hasta donde habitan los humanos, para dejarse caer suavemente sobre los tejados de sus casas, calles y, especialmente, sobre las miradas de las personas que sueñan despiertas contemplando la luna en todo su esplendor. Ella, el hada, a través de estas motas casi imperceptibles al ojo humano, recoge los deseos más profundos de todos aquellos que se atreven a soñar durante esta noche. De vuelta en su hogar, la gruta en la orilla del lago en el bosque, y en las noches de luna nueva, cuando una absoluta oscuridad nos inunda a todos, el hada sale, resplandeciendo como un ser de blanca luz con brillos místicos de plata, alumbrando, para aquel que viaja a este bosque, sobre las aguas de este lago los deseos que recogió de tu mirada al contemplar la luna llena.

Este mágico lugar no está muy lejos, o quizá sí, todo depende de tu imaginación y tus ganas de volar. Pero si te atreves a emprender el vuelo y visitar este bosque, en las noches de luna nueva, puedes acercarte a este lago y pedir a su guardiana, el hada, que te muestre cómo puedes hacer realidad aquel deseo, aquel sueño, que pediste a la luna llena. Ella, dulce, te mostrará sobre sus aguas las imágenes que te llevarán a cumplir tus sueños.

María Reino

    
    Hoy es el último día del año, cuando celebramos la Noche Vieja, y, además, tenemos luna nueva en Capricornio. Las lunas nuevas nos indican nuevos comienzos y la energía de Capricornio, al ser un signo de tierra, nos invita a que lo llevemos a cabo con un orden, una estructura. Es decir, a partir de mañana, cuando nos levantemos y nazcamos a un nuevo año, el 2025, ¿cómo queremos que sea nuestro caminar? y ¿hacia dónde queremos que se dirija nuestro nuevo camino? La luna nueva, como una madre, nos alumbra; todos nacemos de la oscuridad de un útero, de una luna oscura. Y en una noche como la de hoy, todos tenemos la oportunidad de volver a nacer, solo es cuestión de proponérselo. 

    La historia de esta entrada está basada en la imagen de la fotografía. Me gusta inspirarme en imágenes para escribir relatos y cuentos. Espero que te guste y te inspire. ¡Te deseo un feliz 2025!

Texto: María Reino
Fotografía: Ángel Ocaña







12/04/2024

La Suma Sacerdotisa

 


La noche había caído y un repentino sopor nubló mi pensamiento. Estaba oscuro y en silencio. Había luna nueva. 

Comencé a avanzar entre la espesura, temiendo adentrarme en un mundo  incierto y fuera de control para la mente. No sabría decir cuánto tiempo estuve así, pero al cabo de un rato, largo o corto, vislumbré una luz al final del sendero. Caminé hacia ella. Era de una vieja cabaña de madera oscura con una chimenea humeante rodeada de cedros y abetos. Fuera, en el porche, una calavera iluminada hacía de farolillo. Alguien debía de habitar aquella morada. Sin dudarlo llamé a la puerta, necesitaba pasar la noche en algún lugar, al calor de un hogar; fuera hacía frío, estaba oscuro y, además, tenía hambre y sed. Una voz femenina, y muy familiar, desde el interior de la cabaña, me dijo:

—Pasa, niña, empuja la puerta. Te estaba esperando.

Entré y vi a una anciana de espaldas. Yo no era ya niña, pero al pasar, y ante su presencia, por alguna extraña razón, así me sentí. Ella estaba ante el fuego de la chimenea, murmurando algo ininteligible ante un caldero de hierro fundido cuyo líquido interior borboteaba. Cuando se giró y me miró no hicieron falta las palabras. Supe de inmediato por qué había llegado hasta aquí. Me acerqué al caldero y con esa sonrisa de quien lo sabe todo de ti me dijo:

—No temas, asómate y dime qué ves en el interior.

Recuerdo la sensación de mi mirada, no era como la que tengo en mi conciencia ordinaria, sino otra: vaga, más relajada, abierta y desenfocada. Miré y una serie de imágenes en la superficie se dibujaron: mi cabeza flotaba en aquel caldo. No sé por qué no me asusté, pero me quedé un buen rato observando mi cabeza cociéndose en aquel líquido, sin tratar de comprender nada. Y así pasó el tiempo. No sé cuánto, si mucho o poco.

Sonó el despertador. 

Abrí los ojos y, en la semioscuridad de la habitación clareada por las tempranas luces del nuevo día, fui despertando. 



María Reino




La carta de la Suma Sacerdotisa es el Arcano Mayor número 2 (de los 22 que son), y la imagen de la cabecera corresponde al Tarot de Rider-Waite. Las imágenes de más abajo de este mismo arcano pertenecen a otras barajas, otras versiones del Tarot: el de Marsella y el egipcio.








8/19/2024

Los amantes pez luna

 

Cuenta la leyenda que, en alguna pequeña isla perdida del océano Pacífico, existieron dos jóvenes enamorados cuya sonrisa aún se puede vislumbrar cuando uno mira a las centelleantes estrellas de las despejadas noches de verano. La historia, para algunos, puede que no tuviera un final feliz pero, para otros, el final es en realidad el ansiado por todos. 

Había una vez una joven muchacha que cada día esperaba ilusionada a su joven amado en la orilla de la playa, de arena blanca y fina, de la isla en la que vivían y les vio nacer. Ella, morena de tez, y pelo —ondulado y hasta la cintura—, de ojos negros, y una sonrisa que iluminaba el día y hacía soñar en la noche, era la mujer más hermosa del lugar; y el palpitar de su pecho latía por un guapo muchacho de su edad: un sencillo pescador, y de buen corazón, que casi todos los días al alba se echaba a la mar en su barquita de remos.

Ella, mientras él pescaba, solía esperarle en la orilla, bailando y cantando al son de las olas junto a las otras mujeres de su misma tribu. Era común que las mujeres de aquellas islas bailaran en la mañana con una danza ancestral, cuyos movimientos de brazos, manos y dedos expresaban con delicadeza femenina, y elegancia, el saludo al sol y un eterno agradecimiento por la abundancia que la tierra en la que vivían les proveía cada amanecer. Todas juntas danzaban y cantaban con alegría y flores frescas adornaban sus cabellos sueltos y ondulantes como la mar. Al atardecer, eran los hombres y las mujeres los que danzaban encendiendo un fuego en la playa, despidiendo así el día y dando gracias, de nuevo, por todo lo recibido. En este paraíso se respiraba amor, felicidad y tranquilidad.

Cuando el muchacho arribaba, ya entrada la mañana, con su pesca, su amada, orgullosa, salía a su encuentro fundiéndose con él en un abrazo. Después pasaban el resto del día juntos, correteando por la playa, jugando en la orilla con la espuma y las olas y haciendo todas esas cosas que solamente hacen los enamorados en esa tierna edad.

Pero había una sombra sobre la historia de amor de estos dos jóvenes. El padre de la muchacha no veía con buenos ojos la relación de su hija con este sencillo pescador, pues quería para ella otro joven: un apuesto, y engreído, muchacho, hijo del jefe de la tribu de la isla más próxima a ellos. A menudo le hablaba a su hija de la conveniencia de su unión con este joven por el bien de ambas comunidades. Ella se negaba a escuchar a su padre, prefería vivir sintiendo el latido de su corazón, y, una noche, tras una fuerte discusión con su padre, la muchacha, incapaz de conciliar el sueño, con la tristeza en sus ojos, se levantó y decidió acompañar, y despedir, a su amado a la orilla para desearle buena pesca aquel alba. Con un beso se prometieron amor eterno, y con una sonrisa, un hasta luego. Ella permaneció esperando en la orilla de la playa en la que ambos solían pasear su amor y alegría. 

Las horas pasaron, y allí la joven, como siempre esperó danzando y cantando a la vida. Pero las horas pasaban, y el calor del mediodía empezó a apretar y el joven no llegaba. Llegó la tarde, y allí ella siguió sin cantar ni danzar, mirando con congoja el horizonte, tratando de atisbar la barca de remos que llevase a su amado de vuelta a la orilla, a ella. Al ocaso, la muchacha ya ansiosa empezó a desesperar, temiendo lo peor. Nadie sabía nada y todos miraban con tristeza a aquella bella muchacha.

Cuando cayó la noche, su padre ordenó ir a buscarla para que regresara a casa, y ella no tuvo otra opción que obedecer. Los ojos de la joven ya no destellaban la alegría del amor, y las gentes del lugar trataron de animarla convenciéndola de que alguna corriente podría haberle desviado hacia otra orilla o quizá hacia la isla vecina. Pero ella, en su corazón, sentía la opresión de la preocupación por su amado, el igual con el que hasta ahora había paseado despreocupada su dicha por la playa de la isla que les vio nacer.

A la tercera noche, cuando la luna lucía en todo su esplendor, mientras todos dormían, la joven decidió salir y tomar otra barca con remos. Se adentró en la mar. La noche estaba tranquila y la luz de la luna llena le ayudó a seguir el rumbo que ella sabía su amado tomaba cada día antes del amanecer. Remó y remó, y se adentró cada vez más en aquel horizonte que nos acerca a otro mundo y nos separa del nuestro. Allí, sola, ante la inmensidad de lo infinito, y con la noche brillando sobre ella, miró a la gran madre, la luna, y le pidió que por favor le ayudara a encontrar a su amado para no separarse nunca más de él. Tras varias horas esperando, por fin divisó algo meciéndose a la deriva: era la embarcación de su amado arrullada por la marea. Aunque estaba muy cansada de haber estado remando durante varias horas, remó con más ahínco hasta que por fin alcanzó la barca para descubrir tristemente que su amado no estaba allí. Tan solo estaba su red enganchada a la cornamusa de amarre, y enredada con el cabo. Al acercarse aún más vio que, en el agua, parecía haber atrapado en la red un pez luna. Al inclinarse para liberarle, la joven cayó al agua. Se hizo el silencio en la mar. Tan solo quedaron las barcas de ambos enamorados meciéndose al unísono acogidas en un gran círculo de plata.

Nadie volvió a saber de aquella muchacha tampoco. Pero cuenta la leyenda de aquellas islas que, por estas fechas, cuando hay luna llena se oyen sus risas llegando a la orilla con cada ola del mar, y se adivina la sonrisa de ambos titilando en el cielo en las despejadas noches. Incluso, quienes han llegado a visitar esta pequeña isla del Pacífico, cuentan que allí aún están, juntas y amarradas en la arena de la playa, las barcas de los dos amantes unidas por una cartela rememorativa en la que se puede leer: los amantes pez luna. 

Como curiosidad, a añadir a esta leyenda, acontece que las noches de esta época del año en las que ambos desaparecieron, los peces luna acuden al mismo lugar para reproducirse durante las noches de plenilunio, y, es por esto que, los lugareños decidieron llamar al astro de estas fechas que con luz de plata nos baña en la noche, la luna de los amantes pez luna.

    Que tengáis una feliz noche de luna llena en Acuario,

                                                                                            María Reino


Texto y dibujo: María Reino

8/07/2024

Un cuento de hadas de los de entonces


 

El verano como siempre estaba siendo caluroso pero efímero, y el paseo por las avenidas del jardín, que antiguamente había sido propiedad exclusiva de la familia real, procuraba a la población más cercana de hoy en día un alivio a los calores sofocantes y un refugio de la ardua cotidianeidad. Pasear entre la exuberancia de este vergel suponía adentrarse en una atmósfera en donde la sensación de lo efímero venía marcada por el tiempo de las vacaciones veraniegas. Y pese a la transitoriedad, pasear por este jardín, el tiempo parecía pararse ante una especie de suspendida quietud: un breve lapso de tiempo entre otros dos más largos, y, por momentos, también agitados. Así había sido siempre para Sandra.

Sandra era una de estas mujeres, afortunada, de hoy en día que había podido dejar de lado su profesión para dedicarse a tiempo completo a su único hijo y a su hogar. Y aunque para su madre, y demás mujeres del pasado, esta forma de vida había sido la única salida a su recorrido vital, en los tiempos presentes, con la incorporación de la mujer al mercado laboral, suponía un verdadero lujo renunciar, por un tiempo, a desarrollarse profesionalmente, y quizá también a nivel personal, y encomendarse a una tarea que durante tantos siglos la mujer había ejercido sin ningún tipo de cuestionamiento.

Este era, además, el primer verano en el que su hijo corría, y saltaba, y Sandra había pensado que qué mejor lugar para expandir y ejercitar aquellas y rechonchas piernecitas que bajo el verdor de las grandes hojas de los centenarios plátanos de sombra y los aromáticos tilos de este magnificente jardín. Sandra era una madre complaciente, abnegada y disfrutaba de este privilegio de criar a su hijo a tiempo completo involucrándose, de una manera además muy lúdica, en su educación. Se había leído muchos y diversos libros de crianza e incluso había realizado algún taller que otro sobre este tema. Sandra sentía una maternidad comprometida y consciente, y veía que sus ojeras eran de distinto color al de otras mujeres de su edad, y con familia, que debían fichar a las ocho de la mañana en una oficina, de lunes a viernes, manteniéndolas ausentes de su hogar durante algo más de diez largas horas.

Las ojeras de Sandra eran del color de despertarse al amanecer cuando su retoño con una energía vital desbordante se plantaba en su cama dando brincos mientras demandaba con gran alborozo su desayuno. Y qué mejor despertar que este para una mujer de su generación: ¿el del agudo pitido de una alarma que te indica que tienes que levantarte para sorber rápidamente el amargor de un café para espabilarte y ponerte un eye liner para enmascarar una mirada llena de agotamiento? No. Es mucho mejor abrir tus ojos y encontrar a una estrellita sonriéndote al asomar el sol, dando tumbos encima tuya anunciándote otro nuevo día, sin saber muy bien que te deparará la jornada. Su hijo le había contagiado de nuevo de un sentimiento de aventura que en algún momento de la vida siempre se nos extravía a casi todos alcanzada la edad adulta.

        Tras desayunar, y recoger por casa, aprovechando que aún el calor no apretaba demasiado, salían hacia el jardín real. Con suerte, esperaba Sandra, su hijito, al corretear entre setos y fuentes respirando la fragancia que los tilos desprendían en la humedad estival, entrara en el sueño de una reparadora siestecita que a ella le facilitara descansar un poco también. La energía a raudales que su hijo distribuía como si regalase magia cuando abría sus ojitos al despertar cada mañana tenía a Sandra algo descolocada, y con unas permanentes ojeras que camuflaba con un corrector.

Aquella mañana del mes de agosto, el calor y la humedad eran aletargadores, pesaba respirar. Aquella mañana, Sandra se encontraba muy, muy cansada. Los pies parecían no querer caminar, sino arrastrarse y, de vez en cuando, necesitaba parar para coger algo de aire y reorientarse. Aquella mañana, el jardín parecía envuelto en algo más que calor y humedad, pareciera que estuviese inundado por algo invisible, y denso, que hacía que en el ambiente se palpase la exuberante fragancia de la vegetación mezclada con el olor del tupido verdor que se desprendía del río en verano a su paso por el valle que habitaban. La atmósfera, aquella mañana de agosto, tenía ese aire de extrañeza en la que se percibe todo lo de nuestro alrededor de difusa manera. Al pasar por un banquito de madera con respaldo, Sandra aprovechó para sentarse mientras su querido retoño jugaba restregando un palito contra la tierra seca. Su niñito, al tropezar con las someras raíces de uno de los plátanos de sombra, se quedó observando y en un tono de alborozo, que los niños solamente tienen cuando el asombro les sorprende, gritó: 

—¡¡Mamá, mira!! ¡¡Este árbol tiene una nariz y una boca!!

Sandra, miró, recordó con nostálgica sonrisa y abrió sus brazos para recibir a su hijo. 

—¿Sabías que la abuela cuando era niña me contaba que por esa nariz los duendes que viven en el interior de este árbol pueden oler a todos los niños que pasan cerca de este árbol?  —dijo Sandra. 

—¿Y por qué, mamá? —preguntó curioso su niñito metiéndose el dedo índice de la mano derecha en la boca. 

—Porque por esa boca grande que ves ahí, la que está al lado de su nariz, aspiran, igual que la aspiradora que tenemos en casa, a todos los niños que no obedecen a sus papás y a sus mamás —respondió Sandra convencida.

El niño de inmediato palideció, y Sandra observó que sus ojos casi se le salieron de sus órbitas. Al contemplar el semblante de terror de su criaturita, se sintió por vez primera la peor madre del mundo. ¡Había asustado a su hijo! «¡En qué estaba pesando!» se preguntaba mientras intentaba consolar la nerviosa y espontánea llantina de su niñito del alma estrujándole contra su pecho. ¡Qué crueldad decir eso a una pobre criatura, a un inocente niño, a su hijo! «¡Mala madre!» —se condenó a sí misma. Era evidente que no pensaba: el bochorno y el cansancio le habían atrofiado las entendederas. Sandra se sentía no solo mala madre sino mala persona también, se sentía muy culpable. Había incumplido con el código de maternidad consciente que se establecía en todos esos libros de crianza respetuosa que con fervor había estudiado y había decidido acatar.

Tras los mimos y los susurros, el niño fue poco a poco calmándose. Sandra le apartó de su pecho, y le dejó sentado en el banco. 

—Espera aquí, que voy al carrito a coger la botella de agua. 

Sandra dio un paso, se agachó para buscar la botella con agua fresquita de casa que llevaba en el interior de una bolsa metida en la cesta del carrito y cuando se incorporó y giró de nuevo hacia su hijo, este no estaba. 

—¿Pablo? —llamó en tono de sorpresa la madre mientras hizo un rápido barrido de 360 grados con su mirada. 

Al no verle ni oír respuesta, desde lo más profundo de las entrañas y con gran desesperación y desasosiego vociferó: 

—¡¡¡¿¿Paaaaabloooooo??!!! 

No se oía ni escuchaba nada, tan solo se percibía la aletargada quietud de la atmósfera sofocante. Era como si la naturaleza se hubiera quedado en suspensión, y todas las hojas de los árboles del jardín hubieran contenido la respiración para no hacer ni el más mínimo ruido y facilitar así cualquier sonido que ayudase a dar con el paradero del niño. Sandra con el miedo en las entrañas, miró al árbol de raíces misteriosas, lo rodeó, escaneó entre los setos que se encontraban cerca y por fin vio algo moverse entre ellos. Echó el paso rápidamente y al acercarse, vio, de repente, saltar alejándose a un ser de piel verde de la estatura de su hijo. Fue una visión muy fugaz que le hizo sentir una punzada en el corazón y un temblor frío por todo el cuerpo.

—Pablo, hijo —balbuceó, Sandra, casi sollozando mientras rescataba a su hijito de entre las ramas secas de los setos—. Mamá te dijo que te quedaras ahí —añadió. 

Para haber sido en un visto y no visto, su hijo presentaba un aspecto de haberse dado un buen revolcón: tenía algunos arañazos en los brazos, un agujero en la camiseta por donde cabía un dedo, algunas manchas de tierra en la cara y algo de arenilla en la boca. Al sacarle de entre el ramaje, Sandra, mientras le sacudía algo el polvo de los pantalones, dijo: 

—Pero ¿qué ha pasado? Mira cómo te has puesto. Ven que te limpio y te doy de beber agua.

        El niño, afectado, miró a su madre.

—Un niño de color verde me ha empujado, mamá. Y se fue por allí —dijo Pablo señalando con su dedito índice, el mismo que tenía en su boquita hasta hace un momento, hacia el mismo lugar en dónde Sandra había visto de espaldas al ser verde salir corriendo dando brincos. 

El niño dirigió una mirada grave a su madre y, con su dedo índice de nuevo metido en su boquita, al punto del horizonte por donde este ser se había desvanecido, y preguntó: 

—¿Es eso un duende?


Texto y fotografía: María Reino.

5/07/2024

Cómo surgieron los cuentos, la música y el baile

 


Hoy es un día especial: hace 47 años vine a este mundo. Nací en el día del sabbat a una hora en la que el sol no proyecta sombra. Y como hoy es mi cumpleaños, y como dice la canción: I can cry if I want to, quiero honrar mi día compartiendo uno de los cuentos que escribí recientemente (una mañana de esas en las que me da por madrugar y ponerme a escribir delante de mi ventana). Fue otro día 7 de hace dos meses. Las nubes de aquella temprana mañana de finales de invierno me inspiraron.

    Hoy el día luce sin nubes y la noche sin luna. Es un nuevo comienzo, lo sé, olí su fragancia cuando abrí de par en par mis ventanas al despertar.





7 de marzo, 2024

El día ha amanecido aún soleado con algunas nubes que parecen de prestado, vacías, inertes aunque parezcan bellas. Quizá estén de paso y duden sobre adónde ir. No quieren marchar, se encontraban muy bien sirviendo de suelo en el Olimpo, el hogar de los dioses. 

Pero, un día, hubo una reunión de todas las deidades olímpicas, y todas acordaron por unanimidad que lo mejor sería renovar el decorado; querían otros colores en su hogar, otro ambiente. Estas nubes, además, se habían desgastado mucho con el paso del tiempo; de tanto pisarlo y, también, atravesarlo. Los dioses atravesaban continuamente estas nubes cuando bajaban al mundo de los mortales; y, de hecho, estaban tan desgastadas que habían perdido gran parte de su sustancia, y no solo no servían ya de suelo firme sino que, además, se podía ver a través de ellas. Esto de que los humanos pudieran ver, cuando alzaban la mirada, lo que los dioses hacían en cada momento no les hacía ni pizca de gracia a sus olímpicas divinidades. Al fin y al cabo todo el mundo es celoso de su privacidad y ama su intimidad.

Así que las nubes, apesadumbradas, al descender a capas más densas de la atmósfera, se impregnaron de unas tonalidades grisáceas, unas, y azulonas oscuras, otras, y comenzaron a vagar sobre las tierras donde vivían los mortales, proyectando sombras, tapando el sol y dejando lluvias, granizo o incluso nieve allá por donde iban pasando.

En algunos lugares apenas se las veía, y los mortales agradecían su presencia porque necesitaban el agua que traían para cultivar sus tierras; el sol irradiaba tanta energía, y durante tantas horas de seguido, que resultaba insostenible, día tras día, absorber tanta luz.

Las culturas de estas tierras amaban a la luna, para los mortales de estas sociedades era un gran alivio cuando esplendorosa la contemplaban luciendo en el firmamento junto a las estrellas. Y como se encontraban tan a gusto bajo la luz lunar y estelar, las gentes de esta sociedad aprovechaban para reunirse y contar historias bajo la mirada atenta de esta gran dama de plata, la donna mobile que durante miles de años rigió nuestros calendarios. Para estas gentes, la luna era como una gran madre, gracias a ella todos se congregaban a contar historias de tiempos remotos y que a todos unían. Era una madre porque nutría sus almas con cuentos y embellecía sus sueños con imágenes mientras dormían.

Sin embargo, había otras culturas en las que las nubes expulsadas del Olimpo parecían estar constantemente presentes, y al sol apenas se le veía. Como necesitaban algo del calor de la luz solar para secar sus ropas, cuando el sol salía, el día se convertía en una fiesta, y las gentes comenzaban a bailar y cantar canciones con los que acompañar sus pasos y brincos de alegría. Las letras de estas canciones también contaban historias y pronto, además, estas gentes aprendieron a acompañarlas, por ejemplo, con utensilios de cocina; fue así como nació la música.

Y gracias a que las nubes fueron expulsadas por los dioses, nosotros los humanos, mortales, tuvimos historias que contar, música que escuchar y bailar, canciones que cantar e instrumentos que tocar. 

     Feliz día,
   María Reino  💝                    
                                                                                                                      

Destinos soñados

  En aquella tierra ancestral de exóticas especias y espiritualidad, el aire cargado de su historia milenaria se amalgamaba con el humo de ...