Hace mucho tiempo, existió un país en el que la sal dejó de formar parte del pan. Todo empezó cuando, un buen día, se corrió la voz de que la sal en el pan no era nada buena para la salud de las personas. No solo se apuntó a los efectos secundarios de su consumo, sino también a los estragos que podía llegar a causar en el sistema sanitario de aquel país, la verdadera joya de la corona según su primer ministro.
Pronto se hizo hincapié en el desuso de la sal en el pan, denostando su consumo a través de los medios de comunicación, redes sociales y publicaciones con nombres científicos sonantes que vinieron a avalar «lo cierto» de estas aseveraciones, hechas por el mismísimo ministro de Sanidad. También se contrataron a personas anónimas para que predicaran en comunidades de vecinos, terrazas de bares, parques y reuniones familiares rumores sobre otras consecuencias que el consumo de la sal en el pan podía causar, ya que, por supuesto, conocían a Fulano, Mengano o Futano y lo enfermo que se había puesto por tomar pan con sal, llegando incluso a estar hospitalizado varias semanas bajo un severo programa de desintoxicación. Estas historias de veras daban mucho juego; era material sabroso para difundir a través de WhatsApps, mensajes y conversaciones de teléfono y portal.
Al principio, la sociedad, sorprendida, se vio ante una avalancha de informacion sin saber qué hacer. Por un lado, era gente panera, es decir, no solo basaban su dieta en el pan, sino que además les encantaba, no solo por su sabor, sino porque ya lo habían tomado sus padres, sus abuelos y todos sus ancestros. Esta situación los pilló desprevenidos y, aunque eran reacios a prescindir de este ingrediente tan básico en su alimentación, porque ¿qué es un pan sin sal?, la desconfianza se extendió ante todo lo que se decía y especulaba sobre la sal en el pan.
Las reacciones fueron de lo más variopintas. Hubo quienes vieron verdaderos planes conspiranoicos detrás de todo aquello, y otros que, por su cuenta, enseguida renunciaron a este ingrediente hasta entonces imprescindible. Estos voluntarios fueron el desencadenante del siguiente paso. Después de un mes comiendo pan sin sal, dichos atrevidos se mostraron felices como perdices ante las cámaras de televisión y demás canales de Internet, alegando que notaban cierta ligereza al haber mejorado su sistema circulatorio. Sus testimonios no hicieron otra cosa que reforzar todas las publicaciones de rimbombantes estudios científicos hechos en el extranjero por tal y cual laboratorio. Fueron utilizados como argumento en los medios de comunicación, que repetían lo mismo en todas las cadenas, resonando al unísono en, como coloquialmente se conoce, la caja tonta.
La gente, todavía incrédula, seguía comprando su pan de siempre, con sal, hasta que, una mañana, cuando despertaron, las noticias arrancaron anunciando la muerte de un anciano que había consumido pan con sal toda su vida. A partir de entonces, cada día, las noticias se colmaban de historias de personas que habían muerto por el mismo motivo, creando una alarma social que llevó al primer ministro a tomar medidas drásticas. La gente sintió miedo y comenzó a comprar pan bajo en sal, por si acaso.
Los panaderos, ante esta creciente histeria, pegaron carteles en sus escaparates anunciando sus panes bajos en sal, algunos sin sal del todo y otros con ingredientes sustitutivos hasta entonces desconocidos, que prometían ser la panacea. Algunos llevaban chía, otros sésamo, otros semillas de calabaza, todo lo necesario para hacer atractivo el pan y camuflar la falta del ingrediente esencial: la sal. Porque, ¿qué es un pan sin sal?
Las noticias, los rumores, las publicaciones, las imágenes tremebundas sobre las «consecuencias» de la sal en el pan abrumaron a la sociedad hasta tal punto que el primer ministro no tuvo más remedio que prohibir, Dios mediante Real Decreto, el consumo de la sal en el pan, extendiendo la restricción, por supuesto, a la venta de la sal.
La gente de este país, estupefacta, acató sin más estas nuevas directrices; al fin y al cabo, era por su bien. No se ofreció otra alternativa y, además, las penalizaciones por el uso de la sal llegaron a ser costosas, de miles de euros e incluso de penas de cárcel. Por todas partes había policías asegurándose de que la población acatara las nuevas normas.
Hubo algunos habitantes que vieron estas medidas como ilógicas y absurdas, además de un mecanismo para infundir miedo. Este grupo fue calificado de rebelde e insurrecto y, poco a poco, no solo fueron señalados en sus vecindarios, lugares de trabajo e incluso núcleos familiares, sino que acabaron aislados bajo la etiqueta de los raros, los que no querían ver la lógica, la razón, «la evidencia científica». Cuando, en realidad, solo intentaban dilucidar el uso de las sal de forma responsable, sin paranoias. Pero esto no interesaba en absoluto, no convenía. Lo fácil fue prohibir y señalar con el dedo acusador. Y así fue como pasaron a ser los negacionistas, los apestados, los bebelejías, los apartados de la sociedad… Viéndose obligados a replegarse a los bosques de las montañas, donde al menos encontraron refugio.
El resto, la gran mayoría, consumió pan sin sal. Y aunque era obvio que este cambio les apenaba, porque dejaba en el estómago una sensación extraña, como sin gracia, lo cierto es que, con el tiempo, fueron sintiendo una tristeza y un vacío difíciles de explicar.
Los panaderos, también consumidores del pan, notaron ese vacío tras un largo período comiendo pan sin sal. Para contrarrestarlo, emprendieron la creación de panes de todas las formas posibles —e imposibles también—, usando diferentes harinas y decorándolos con semillas diversas. Una loca carrera en la venta de estos panes, que provocó, por supuesto, la subida del precio de algo tan básico como el pan. Triste, pero la creatividad quedó supeditada a enmascarar la carencia de su ingrediente principal: la sal.
Incluso las bolsas de pan se vendieron transparentes para desviar la atención del vacío sintiente hacia un transitorio orgullo del consumidor. Ingredientes que hacía tiempo habían caído en desuso, una o quizá dos generaciones atrás, volvieron a utilizarse. Resurgió algo que llamaron masa madre y apareció algo nuevo que denominaron masa padre. En la prensa, artículos avalaban el uso de estas masas, proclamándolas como el culmen de la autenticidad panadera. Por arte de magia, surgieron blogueros y gurús de Internet, que con su peculiar conexión a la red, escribían sobre los saludables beneficios de estas masas, aportando toda clase de información antes desconocida.
El precio de estos panes fue subiendo, porque, a ver, ¿qué nos vamos a creer? La gente no entendía nada, pero se dejó llevar, como ola en el vasto mar.
Estos sofisticados panes carentes del ingrediente principal, que viajaban por las calles en sus indiscretas bolsas de compra, pronto repercutieron en los alquileres de las panaderías. Todo panadero con un mínimo de saber hacer quería su negocio en las mejores ubicaciones, lo que disparó los precios del arrendamiento, incrementando, a su vez, el coste del pan.
Hubo gente que ya no pudo permitirse estas clases de nuevas variedades de pan, y este pasó a ser un lujo para quien lo pudiese pagar. Los menos agraciados de bolsillo tuvieron que contentarse con un pan deformado sin sal que se vendía en las tiendas corrientes de los suburbios. Otros, avispados, ofrecieron clases sobre cómo hacer pan en casa y vendieron máquinas para fabricar pan sin sal, como un foodie en condiciones, consolidándose aún más la vorágine. La gente que no tenía recursos económicos suficientes, esos con la cartera desavenida, tuvieron que irse, aún más lejos, a buscarse su propio pan. Otros, tristemente, sacrificaron el consumo del pan con tal de seguir viviendo en sus hogares de siempre.
El gobierno, de este no, de aquel país, viendo las oportunidades comerciales, estableció la exportación de panes sin sal bajo el pretexto de la cooperación internacional, una interesada hermandad bajo la que comercializar estos tristes panes. Pronto llegaron panes de todas partes del mundo y, para abaratar costes, se establecieron recortes en las fábricas, adulterando la materia prima y reduciendo los sueldos de los trabajadores. Así, muchos terminaron trabajando por un chusco de pan. Y eso, desde luego, no tiene ni pizca de gracia.
María Reino
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