La señora Pata se disponía a pagar su compra del día en el supermercado de su barrio. La cajera, una joven casi treintañera con ademanes aún adolescentes, siempre la miraba como si no quisiera verla, orientando su mirada vaga hacia los artículos de compra que pasaban por la pantalla del escáner de código de barras del TPV. Pasar por caja era complicado: el hueco entre las dos líneas era estrecho y resultaba aún más angosto para la señora Pata. Su contoneante caminar provocaba que sus alas chocaran con las estructuras de pago de gris metalizado. Tampoco era fácil manejarse con el monedero. La señora Pata tenía una torpe psicomotricidad fina en las plumas de sus alas, con las que debía arreglárselas para rebuscar los pequeños y condenados céntimos que solían esconderse en los rincones de su vieja y ajada cartera. Las pobres monedas solían terminar rodando por el suelo una vez conseguían salir de su monedero, haciendo que la cajera tuviera que agacharse y fijar su atención en algo más concreto. Todos los días se repetía la misma historia. Para la cajera, una cruz.
La señora Pata, debido a su peculiaridad zoomórfica, tenía el privilegio de poder estacionar su vehículo en una plaza delimitada por rayas azules sobre la calzada, justo en la desembocadura de la rampa que facilitaba el acceso al supermercado. Su vehículo, ligero y blanco como su plumaje, destacaba entre los demás del barrio. Se asemejaba a un jeep militar tipo Willys: sin puertas ni techo; era impensable para la señora Pata conducir un automóvil hermético. Ella necesitaba un interior con el suficiente espacio para que sus alas cupieran sin problema, alas que durante tantos años dieron cobijo a sus polluelos. Cuando arrancaba el motor y se ponía en marcha, las tres latas que llevaba enganchadas en la parte trasera de su vehículo provocaban un alboroto al ser arrastradas por toda la calzada, atrayendo las miradas malhumoradas de los demás conductores y viandantes. Aunque con el tiempo se habían acostumbrado a ver a un animal conducir su propio medio de transporte, aún no lograban sobrellevar la bronca que esta señora armaba cada vez que ponía una pata en la calle. Y es que, cada día, una vez la señora Pata dejaba la tienda con su compra, la encargada la veía marchar mientras sibilaba con compasión: «Pobre, qué mal lo lleva».
Cuando mamá Pata llegaba a casa, al entrar, como de costumbre, dejaba caer las llaves sobre el recibidor y pregonaba con cierta alegría:
—¡Ya estoy en casa!
A continuación, se desanudaba del cuello el sombrero de rafia tipo gorro, que mantenía las cuatro plumas de su cabeza en cierto orden en la calle, dejaba la compra en la cocina y se ponía cómoda. Después se colocaba un básico para ella: un mandil a cuadros blancos y rojos que tenía colgado en la pared del pequeño cuarto dentro de la cocina, que hacía de despensa. Acto seguido, guardaba con esmero las cuatro cosas que había comprado en la nevera. El resto del tiempo lo dedicaba a moverse por la casa como si tuviera una gran tarea del día que llevar a cabo, desplazándose por el largo y estrecho pasillo, migrando de una estancia a otra. Así transcurrían sus días mientras esperaba que, algún día, ellos regresaran.
Al caer la tarde, antes de echar las persianas, descorría los visillos y se abismaba durante un largo rato en el cielo del atardecer, preguntándose cuándo vendrían, entonando un afligido y largo «cua, cua» ante los cristales de la ventana, y dejando, por un breve lapso de tiempo, un poso de vaho sobre aquella transparente superficie. Sola, se iba a acostar. Y así, un día tras otro.
Las noches no eran fáciles. Era común que tuviera pesadillas, casi siempre la misma: una figura masculina sin faz se metía en su cama. Todo empezaba en las horas de mayor quietud. Una negra sombra, más oscura que la noche, se escurría por las rendijas de las persianas, atravesaba las ventanas, tomaba forma masculina y se deslizaba como una maldición entre las sábanas, escrutándola bajo su mandil a cuadros. Mamá Pata no quería, pero le era imposible resistirse. Una fuerza diabólica se apoderaba de ella, sucumbiendo a un gozo que siempre terminaba en un gran graznido, que recorría las entrañas del edificio en mitad del silencio de la noche. Entre jadeos, intentaba zafarse de este malhechor que, noche tras noche, manoseaba todo su cuerpo y se agarraba a sus caderas como si se fuera a acabar el mundo.
Cuando todo terminaba, mamá Pata se levantaba y, sin saber por qué, se dirigía a las habitaciones vacías de sus patitos. A oscuras, sudada y algo desplumada por la actividad en su cama, miraba aquellas otras camas en las que sus polluelos solían descansar. Tras comprobar que todo estaba en orden, o mejor dicho: como siempre, regresaba a su cuarto y volvía a acostarse tras tomar la segunda pastilla para dormir que siempre tenía a mano en su mesilla.
Pero antes de volver a quedarse dormida, una inquietud le incomodaba durante un rato: «Qué vergüenza, qué pensarán los vecinos». Ella no quería dar aquellos alaridos, pero era incapaz de ahogarlos. Sentía una necesidad imperiosa de hacerlos carne, de darlos una voz propia. Sin embargo, no podía evitar cuestionarse. Eso sí: sabía que no estaba loca. Lo que sentía era una soledad muy solitaria y un abandono. «Tener hijos pa’ esto» se decía para sus adentros. Y alguna vez volvió a levantarse para sentarse en un cojín ponehuevos que tenía en su sala de estar, a ver si por casualidad ponía algún otro; pero nada, la edad ya no se lo permitía.
Se levantaba al alba. Ventilaba la casa y arreglaba todas las camas, aunque solo la suya se hubiera deshecho. Luego, desayunaba, y, hacia el mediodía, salía a hacer su compra en su peculiar vehículo. Por supuesto, nunca salía de casa sin su sombrero tipo cofia, anudado con un lazo de raso a su barbilla.
A menudo se cruzaba con el portero, barriendo la entrada o limpiando los cristales del portal. Solo por cortesía le daba los buenos días y decía cualquier cosa para evitar entrar en conversación, como por ejemplo: «Qué tarde se me está haciendo hoy» o «Adiós, qué prisa llevo». De esta forma, la señora Pata encontraba la manera más fácil de deslizarse entre el ascensor y la calle sin dar pie a recibir el mínimo comentario. Al fin y al cabo, el portero también vivía en su edificio.
Pero a veces la suerte le jugaba una mala pasada, porque se topaba con el cartero. Este era un hombre a punto de jubilarse, muy indiscreto y bastante bocazas. Con eso de que a veces llamaba a su puerta para entregar cierto tipo de correspondencia que requería firma, se creía con el derecho de husmear en su vida, metiendo las narices donde no le llamaban y haciendo preguntas inoportunas. Zafarse de este individuo en el portal no era tarea fácil: obviamente, él tenía razones para poder pararla. Con este personaje, la señora Pata optaba por dedicarle un gesto de indiferencia.
Una vez en la calle, la señora Pata se montaba en su vehículo, lo arrancaba y ponía rumbo al supermercado, arrastrando las latas enganchadas en su parte trasera, provocando un destartalado ruido que rebotaba en las fachadas mientras conducía. Nunca nadie se atrevió a preguntar sobre esas latas: todo el barrio sabía que era un tema tabú.
Una noche, en ese momento en el que mamá Pata tenía su recurrente pesadilla, quiso actuar con una voluntad propia pese al gozoso estremecimiento que sentía. Decidió, en mitad de esta paradójica angustia, interrumpir la pesadilla levantándose de la cama. Soñolienta, y parpando, se dirigió a su cojín ponehuevos. Algo muy fuerte presionaba su vulva por querer salir. Se sentó y comenzó a empujar, y de pronto allí apareció: un tremendo huevo de color negro. Nunca antes había puesto un huevo de semejante color; siempre habían sido blancos, como ella. Pavorosa, observó incrédula cómo el huevo comenzó a craquelarse hasta que finalmente apareció un ser. Fingiendo una emoción maternal, le dio la bienvenida a este mundo, retirando con su pico los restos de cáscara y pasando su lengua por el viscoso plumaje. Aquello, además de sucio y feo, estaba amargo y daba asco. Como no quiso mirarlo más, se levantó, regresó a su cama basculando, dolorida, y dejó aquello sobre el cojín, en medio del silencio y la oscuridad de la noche.
Fueron varias noches consecutivas en las que el extraño alumbramiento se repitió, y también varias mañanas en las que observó que el ser y los restos de cáscara habían desaparecido. Mamá Pata no quiso darle más vueltas; dio por hecho que la figura masculina que abusaba de ella se lo llevaba todo con él. Jamás le preguntó. Mamá Pata nunca quiso saber qué hacía con la amargura que paría en penumbra cada noche.
Lo que sí hizo, una mañana mientras se preparaba el desayuno, fue reparar en el siguiente día que aparecía marcado en el calendario. Aunque en un principio no se acordaba ni de cuándo ni de por qué había señalado aquel día, tras su dosis de cafeína se espabiló y recordó: era el día en el que, ¡aleluya!, venían a visitarla.
¡No había tiempo que perder!
El esperado día llegó. Sin embargo, por la mañana, mamá Pata se sintió algo desubicada. Durante la noche, tras su pesadilla y la puesta del huevo negro, continuó soñando, esta vez algo nuevo, rarísimo. Soñó que, justo al amanecer, llegaba volando a una casa sin puertas ni ventanas, cruzando un estanque de aguas tranquilas. Creyó recordar que también se había levantado. Aquellos que sí habían salido de un huevo blanco habían llamado a su puerta. Les abrió y se alegró muchísimo de volver a verles. Hacía tanto tiempo… Les abrazó y besó con gran entusiasmo. Ellos le anunciaron que venían para llevarla a aquel lugar al que regresan las patas de su edad, el sitio al que siempre vuelven al final de la temporada.
Una ráfaga de aire entró entonces por la puerta y mamá Pata desplegó sus dos viejas alas blancas. Esta vez, sin necesidad de ponerse su sombrero tipo cofia, soltó la lazada que mantenía atado su mandil a cuadros y se elevó, más ligera que nunca, hacia ese cálido lugar al que las aves siempre migran.
María Reino

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