En un lugar de fértiles lomas solían labrar felices los hombres que habitaban aquellas tierras. Con sus azadas abrían zanjas que semillaban justo antes de que llegara una joven sobre el alegre trote de un caballo blanco que no tocaba tierra, sino que, con sus cascos, tamborileaba por los aires un ritmo primaveral, anunciando un nuevo resurgir, una nueva vida; trayendo tras ella una fina lluvia que empapaba los campos labrados y sembrados, avivando la abundancia de todo lo que los hombres allí cultivaban. Aquellas eran unas tierras abundantes, aquellas tierras eran un vergel. Aquella tierra era el Edén.
Con el verano llegaba una mujer sobre un caballo alazán. Este sí que venía galopando con fuerza. Cada galope retumbaba fuertemente sobre la tierra, y la tierra vibraba como la piel de un tambor medicinal, acalorando los corazones de todos sus moradores. Con cada galopada, lo ya listo para recolectar se medio desarraigaba para hacer la labor menos laboriosa a los hombres de aquel lugar.
Con la caída de las hojas, y siempre en una noche de luna llena, una mujer de cabellos entrecanos venía al paso sobre una yegua de plata. Con ella llegaban los días más cortos e, incluso, algunos grises, con lluvias tristes. Y la morriña estacional se acompañaba de uvas con queso, porque siempre sabían a besos.
En los días de luz más pálida, y siempre en una noche de luna nueva, la oscura dama de blancos cabellos y penetrante mirada llegaba cabalgando un corcel tan negro como las largas noches del frío invierno. Nunca se la sentía llegar. Llegaba silenciosa como el vuelo de una lechuza. Ella en sí era silenciosa, como las sombras que acechan a las almas hambrientas y sedientas. Había que tener cuidado con ella, porque vestía una capa que escondía la negrura de otros rincones del mundo y con la que podría cubrir aquellas abundantes lomas, sometiéndolas a un silencio devastador. Era tal su poder que, si quisiera, podría tornar aquel vergel en un lugar tan lóbrego como el inframundo más inmundo. Hasta las almas más descarriadas huían de ella, y las más curiosas se mostraban recatadas.
Pero se cuenta que en esta tierra crecía con facilidad, y solo en ciertas casas, una flor peculiar: la pasiflora. Las sabias del lugar, las de alma vieja, contaban que si un niño o una niña nacía en un día primaveral en el que la luna lucía en cuarto creciente, este o esta tendría una misión de vida tan elaborada como la apariencia de la flor de la pasión. Y es que, en aquellas casas en las que este niño o niña encarnaba, su alma llegaba con una misión de tanta labor para con su linaje que, a veces, se sentía como una obra ingenieril.
Hoy en día, hay quienes cuentan que, antiguamente, las mujeres de aquellas tierras recolectaban cuidadosamente las flores de la pasión mientras cantaban, con el fin de preservarlas mejor. Por lo visto, esta flor protegía al alma de la negrura y lo oscuro de las sombras que nadie desea en su interior. Cuando el invierno invadía y la oscuridad envolvía aquellas lomas durante largas horas al día, la presencia de esta flor preservada en tarros de cristal acompañaba a aquellas gentes en sus hogares, protegiendo sus almas del poder de la anciana, oscura y silenciosa como una invernal noche sin luna.
En tiempos pretéritos, cuando la gente se solía reunir para escuchar, se contaba que esta flor, además, tenía otro poder especial: era remedio para las mujeres a las que les costaba mucho dilatar. Se decía que si ponías una flor de pasiflora sobre el pecho de una mujer parturienta, el parto se hacía más llevadero; y si paría en invierno, se ponía la flor preservada en un tarro de cristal cerca, ya que la energía que emitía ayudaba a la mujer que paría.
Todo esto conllevaba una ceremonia en la que se rendía culto a lo sagrado de traer un ser humano a este mundo, y de la que se encargaban, claro está, las mujeres con sus cantos y melodías. Porque ya se sabe que quien canta, el mal espanta. Incluso hay quien cuenta que la flor de la pasiflora tenía su propia melodía, y que, en otros tiempos aun más lejanos, la gente la mentaba tan solo entonando su canto.
Pero no creáis que solo la pasiflora tiene su propia música: todo en este mundo la tiene.¿Conoces tú la tuya? ¿Sabes cómo suena?
Musicales abrazos,
María Reino
Manu vive en un vergel. La tarde que llegué a su tierra, lo primero que hizo fue mostrarme sus árboles frutales, las vides, el huerto y el invernadero. Aquí me quedé maravillada con una flor que nunca antes había visto y que me dejó fascinada: la flor de la pasión, o pasiflora. Tiene un aire de extraterrestre. Podéis ver la flor en detalle más abajo, en una foto que hice durante mi estancia.
Este cuento aborda temas importantes. Con mis narraciones, me gusta despertar en el lector el pensamiento imaginativo; soy de la convicción de que es en la imaginación donde se halla la más bella libertad del ser humano, pues la capacidad de imaginar y de soñar nunca se nos podrá arrebatar. Eso sí, hay que trabajarla, como quien va al gimnasio: si no, se atrofia… y luego se queda el alma seca, y se queja. ¡Vaya si se queja! Como las articulaciones cuando dejamos de hacer ejercicio físico.

Gracias María por tu sensibilidad....por saber apreciar la belleza a cada paso,por él cariño y conciencia que traes con tus palabras💚
ResponderEliminarEs un regalo para mí saber que mis palabras llegan así 💚
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