8/29/2025

Clavelina del pastor

 





Esta es la historia de una joven pastora que había llegado a este mundo con una sensibilidad especial. Nació una noche en la que la luna lucía azul, en el seno de una familia que se comunicaba en un lenguaje plano. Las mujeres de la aldea, desde que la vieron en la cuna, advirtieron que sus pies, manos y piel eran diferentes. La niña, Clavelina, cuando dio sus primeros pasos en este mundo, más que andar, empezó a danzar. Todos percibieron que sus pasos y gestos no eran aprendidos, sino algo que había venido con ella. Ninguno de aquella aldea supo que ese algo era un don, porque ellos hablaban otro idioma muy diferente, que no entendía de dones sino de pan, ovejas y quehaceres.


Clavelina siguió creciendo, y danzando. La miraban aún más raro cuando ella les preguntaba si no oían la música que ella danzaba. Como entonces era niña, unos pensaron que eran cosas de críos, pero otros dijeron, juzgando la tez de Clavelina, algo más morena que la del resto, que quizá  su lenguaje se debiera a los genes de la tatarabuela gitana, que, otra noche de luna azul, llegó a aquellas montañas bailando al ritmo de su pandereta.


Clavelina creció y, aunque la vistieron con el traje de zagala como a las demás y la enseñaron a cuidar de las ovejas, siguió danzando al ritmo de una melodía que solamente ella oía. Desde pronto aprendió a callar y a sentir la música aun más en su interior. Todos los demás la miraban embobados por cómo se movía, aunque se burlaran de ella cuando les compartía su danza del primer aroma de la temprana primavera. 


Cuando alcanzó cierta edad, sus padres la mandaron a pastorear las ovejas, y ella, por fin, pudo andar libre y sola por aquellas montañas. Y comenzó a danzar aún más. A Clavelina le encantaba imitar el gesto de los árboles y bailar el reclamo de las aves posadas sobre las ramas. Danzaba las formas extravagantes de las nubes pasajeras, el despertar de las flores en primavera, los brincos alegres de las ondinas y peces sobre el riachuelo en verano. Valseaba la caída de las hojas en otoño y el olor dulce de las castañas. Cabriolaba con los silfos la ventisca fría del invierno y acompasaba la respiración de la semilla durmiente, acogida bajo el manto de la Madre Tierra durante meses.


Pero un día fatigoso de verano, llegó a aquellas montañas un hombre con señorío a lomos de su caballo. Venía porque quería saber hasta dónde llegaban sus dominios, y al ver desde lo lejos a la zagala danzar entre las ovejas, no dudó en acercarse a ella. Se paró ante la muchacha, la escaneó como un lobo hambriento y deseó poseerla. Sin dilaciones y con voz déspota le preguntó:


—Muchacha, ¿dónde vives?


Clavelina, que nunca le había visto, de manera natural e inocente, le respondió que sus padres le habían enseñado a no hablar con desconocidos. El hombre, de ojos oscuros y penetrantes, continuó hablando a Clavelina, pero entonces ella solo reparó en la sombra que se estiraba tras su caballo, y un escalofrío le recorrió hasta el fondo del alma. Zaherida, Clavelina tornó muda y dejó de escuchar melodías. Sus ojos tristes irritaron a aquel hombre, que sobre su caballo terminó por imponerse, sacando su espada y asestándole un tajo en un muslo.


En shock, de pie y paralizada, se desangraba. Sus ojos se vidriaron, y en la mirada apareció una pregunta: ¿por qué? Él, al ver que no obtenía lo que quería, la remató con un segundo tajo en el otro muslo y abandonó. Abandonó sin más aquella pradera fértil, con su alargada sombra persiguiéndole.


Allí quedó el cuerpo de la muchacha sobre un charco de sangre, con sus ojos clavados en el cielo azul. El Cielo se horrorizó y las nubes blancas que por allí pasaban se juntaron y exprimieron un gran dolor. La tierra se empapó con la sangre roja de Clavelina y las aguas del cielo.

Su familia y demás aldeanos lamentaron su muerte profundamente. Con la ausencia de Clavelina sintieron algo que nunca antes habían sentido en sus vidas: un gran vacío, y fue por este vacío que echaron en falta la belleza que ella aportaba a sus vidas con esa rara sensibilidad que siempre señalaban. Pero Clavelina nunca desapareció; simplemente, y como todo, se transformó: los seres como ella nunca mueren, sino que mutan, porque tienen un don, y por eso el Cielo los ama y la Tierra los acoge. Desde entonces, todas las primaveras y veranos crecen unas bellas flores de color rosa intenso, cuyos pétalos tienen la forma del tutú de una bailarina, ese tutú que a ella siempre le hubiera gustado tener y que se le negó por expresarse en otro idioma.


Y así es como pudieron por siempre recordar a Clavelina y tenerla presente en sus vidas. Y de aquel supuesto señor a caballo, perseguido por su sombra, no se volvió a saber más. Nadie quiso saber nada más, y así bien está. 


Con cariño,


María Reino



Este verano tuve el gozo de pasar, por primera vez, unos días en Somiedo (Asturias), y el lujo de tener como guía a mi amiga Laura, una mujer poderosa y muy generosa que, con un orgullo maternal, me presentó este que ahora es su hogar, y me condujo por aquellas montañas, mostrándome rincones mágicos.

Contemplar las montañas de Somiedo fue una experiencia apabullante, que me dejaba sin habla. Allí, la alianza de lo sublime y lo agreste resultaba natural y profundamente conmovedora.

Hice muchas fotos, entre ellas a la flor Dianthus monspessanus, cuyo nombre evoca lo divino. Se la conoce comúnmente como clavelina del pastor, de montaña o silvestre. Cuando la vi por primera vez, sola entre lo agreste, no pude evitar ruborizarme ante su belleza y valentía de crecer como lo hace. Sus pétalos laciniados, o deshilachados, me recordaron, además, a las bailarinas etéreas de las pinturas de Degas.

Muchas gracias, Laura, por tu hospitalidad y buen guiar. 









Imágenes: 
1. Foto: Clavelina del pastor
2. La estrella, Edgar Degas. c.1876-1877
3. Foto: yo contemplando la grandeza de las montañas de Somiedo. 


Yo, con “Petit Poucet” de Ma Mère l’Oye (Mi madre, la oca) de Ravel, en su comienzo, me imagino el instante en que la luz azul de la luna desciende sobre Clavelina al nacer: suave, capa a capa, portando un misterio invisible. Esa luminiscencia permanece danzando alrededor de su cuna, envolviéndola en lo único y delicado que trae consigo al llegar a este mundo.

    También podéis acompañar este cuento con algunas otras composiciones que os recomiendo:

Prélude à l’après-midi d’un faune – Claude Debussy
Ma Mère l’Oye – Maurice Ravel, especialmente “Pavane de la Belle au bois dormant”, “Petit Poucet” y “Laideronnette, impératrice des Pagodes”

- Ma Mère l’Oye (Mi madre, la oca):
    - Pavane de la Belle au bois dormant (Pavana de la Bella Durmiente)
    - Petit Poucet (Pulgarcito)
    - Laideronnette, impératrice des Pagodes (Niñita fea, Emperatriz de las Pagodas)
Prélude à l’après-midi d’un faune (Preludio a la siesta de un fauno).


**También podéis escuchar el cuento aquí: Clavelina del pastor



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