Esta es la historia de una soltera de veintilargos años que vivió en una ciudad alemana con alegre bullicio en la Europa del charlestón. Esta mujer solía entretenerse mirando el ajetreo del exterior por el ventanal de su salón de señorita aburguesada, pero lo que más le gustaba hacer era escuchar música de un gramófono que había heredado de su familia. Pasaba largos ratos sentada en su butaca, tapizada en tela marrón lisa, mientras entreveía desdibujado el alboroto de la calle a través de los visillos. También se divertía mucho practicando los pasos de las canciones de moda que retransmitían por la radio. Era común que el vecino de abajo aporrease su puerta, quejándose de su continuo zapateo. Ella entreabría lo justo la puerta, simulando una sonrisa de estar avergonzada, se disculpaba, cerraba la puerta, se descalzaba y continuaba con su enérgico bailoteo. Era una mujer vital, y en su casa se respiraba un aire de antigüedad que venía de los pocos muebles que decoraban su hogar: unos enseres familiares que tenían el sorprendente poder de ahuyentar la sensación de soledad. Le gustaba también escuchar historias por la radio, y noticias de vez en cuando. Vivía muy a gusto en su piso, sin más compañía que ella misma.
Por suerte, la joven de nuestra historia tenía una vecina que vivía unos pisos más arriba. De no haber sido por esta, otra muchacha de su misma edad que trabajaba como enfermera en un hospital, ella solo habría salido a la calle lo justo y necesario; el tiempo volaba junto a su gramófono y aquel gran invento de entonces que resultó ser la radio, y que enseguida colonizó los hogares de aquellos años. Alguna tarde, ambas vecinas solían ir a pasear y a tomar un helado, aunque también se divertían haciendo las travesuras típicas de las jóvenes su edad. Reían mucho. Incluso iban a bailar a los locales de moda de la ciudad, sin más compromiso que el de pasarlo bien. Al fin y al cabo, aquellos fueron los felices años 20. Disfrutaban mucho juntas. Y, a la noche, como dos cenicientas, cuando regresaban al portal del edificio que compartían, se despedían y cada una regresaba a su hogar, sin más.
Pero una tarde, la señorita burguesa del segundo piso se extrañó de que su vecina no hubiera bajado a buscarla en toda la semana. Aquel día, ya desde por la mañana, la música de su gramófono había sonado diferente, menos evocadora y más rutinaria; el parloteo de la radio le había aburrido inmensamente, y los pasos de su baile favorito no terminaban de salir. Cuando cayó la tarde, algo la movió a coger un antiguo quinqué y a visitar a su vecina.
Según se vio sola en la penumbra del rellano, sintió cómo la aventura le recorría las entrañas. La potencia de los apliques de pared de las escaleras era pobre. Avanzó con su quinqué. Disipaba la penumbra envolvente en cada escalón que subía y descubriendo, a cada paso, ignotas partes de un edificio que ella también habitaba. Se sentía como una exploradora: con la luz que portaba se internaba en nuevas sombras, que se abrían y cerraban en cada ascenso. Una nueva y ligera tensión se había apoderado de su cuerpo; incluso había empezado a caminar de puntillas sin darse cuenta, mientras ladeaba ligeramente su espalda hacia la pared de la escalera. Su andar sigiloso no quería perturbar, aunque no sabía muy bien a quién o a qué. Aquel silencio del hueco de las escaleras no olía a nada; quizá porque ya era de noche.
Cuando alcanzó la cuarta planta, confundida, se paró en el descansillo: no se esperaba que hubiera dos puertas. ¿Cuál era su puerta? ¿Quién vivía en la otra? En aquella planta sintió que se encontraba en un territorio aún más desconocido. Esta vez, un nerviosismo se le agarró a las tripas. Una de las puertas estaba ligeramente entreabierta. Se acercó. Se acercó a esa puerta, impulsada por un tipo de curiosidad incorregible en ella. Empujó tímidamente la puerta y, enseguida, un olor atalcado, que reconoció fácilmente, le invitó a pasar.
Según entró percibió mucho desorden y a su vecina tendida en el suelo, inerte, al lado de una mesa y una silla volcada. Permaneció inmóvil, paralizada, sin saber muy bien qué hacer, hasta que un sudor frío en su pecho y rostro la impulsó a abalanzarse sobre ella para descubrir que ya estaba muerta. Quiso gritar —no sabía muy bien si por el espanto que sentía o para pedir ayuda, o quizá ambas cosas—, pero no pudo: la voz quedó ahogada en un llanto, el shock y la sensación de incredulidad; no fue capaz de gritar, ni siquiera de articular palabra.
Se sintió muy mal consigo misma, no sabía cuánto tiempo Frieda llevaba allí, sola, tendida en el suelo, muerta. No sabía qué le podía haber pasado, si siquiera llegó a pedir ayuda. Miró a su alrededor para tratar de encontrar alguna explicación y, entre el desorden, su mirada se posó sobre una repisa en la que lucían algunos objetos que hablaban de ambas: posavasos de los bares que frecuentaban, la cucharita de algún helado que habían tomado juntas, varias chapas de refrescos que habían compartido e incluso los tickets de las entradas de los locales de baile en donde se habían divertido de lo lindo bailando con otros chicos de su edad. Y digo que lucían porque Bertha observó que, dentro del desorden que imperaba en el apartamento, estas eran las únicas cosas que mostraban un orden sobre aquel estante. Bajó de nuevo su mirada y volvió a verla allí, muerta, con su semblante delicadamente atalcado, típico de ella. Pero no sabría decir cuánto tiempo Frieda llevaría así. Se sintió aun peor. Al contemplarla bajo la luz de su antiguo quinqué, la percibió extraña, ajena a ella, como si no la conocería de nada. ¿Quién era? ¿Tenía familia a la que contactar? Se dio cuenta de que, en realidad, no la conocía, y, además, no tenía nada tangible de su relación con ella.
Ahora solo quedaban los recuerdos.
Bertha regresó a sus días de gramófono, radio y butaca en el salón, con vistas a una de las principales arterias de la ciudad. La muerte de Frieda coincidió tristemente con el inicio del invierno. El panorama que se pintaba al otro lado del ventanal ya no era el mismo. Había días en los que no hubiera sido capaz de afirmar en qué lado de los cristales la realidad era más anodina. Fuera, la vida más cercana mostraba las ramas calladas de unos árboles que acumularon escarcha y nieve durante largas semanas. La soledad tornó solitaria. Seguía respirando los aires antiguos que habitaban su hogar, pero aquel invierno los comenzó a sentir rancios y obsoletos. Echaba de menos las risas, los sabores al dulce de los helados, lo burbujeante de los refrescos y los alocados pasos de baile con los chicos en los clubes nocturnos. Los meses de oscuridad fría trajeron su manto de estufa, sopa de guisantes y pan de jengibre. Los días pasaron cortos y las noches muy largas, y el arrepentimiento cabalgó a sus anchas. ¿Quién había sido Frieda? ¿Por qué nunca sintió interés en llamar a su puerta? Allí, ella, ahora solitaria, había vivido una vida cómoda, heredada, sin problemas, superficial; y sin todo esto, pensó, ¿quién, incluso, era ella misma?
El tiempo pasó, como todo pasa, y los rayos del sol de la incipiente primavera comenzaron a ruborizar tímidamente las nubes del atardecer. Las ramas de los árboles despuntaron sus jóvenes verdes y la música de la radio anunció nuevos pasos a bailar.
Y un día, alguien llamó a la puerta.
Era una muchacha de su misma edad con aires cosmopolitas, la cara muy alegre y una expresión desinhibida, que se presentó como su nueva vecina. Sorprendida, Bertha sonrió de nuevo, y al hacerlo sintió una sensación de alegría en los ojos. Aquella mujer era como una aparición. Bertha ya no dudó en querer saber.
Los meses pasaron y ambas entablaron una cómplice sororidad. Y el resto ya os lo podéis imaginar: ambas pasearon, saborearon ricos helados y modernos refrescos, rieron y bailaron alegres el charlestón… además de compartir todas esas confidencias que solo las amigas se confían entre sí, y con nadie más.
Con caluroso afecto,
María Reino


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