«Veinticinco de diciembre, fun, fun, fun. Veinticinco de diciembre, fun, fun, fun», sonaba en la radio de camino al colegio. Medio dormidos, y desde la parte trasera, los niños miraban por la ventana el ajetreo de los coches por todas partes y las masas de gente, muy abrigada, recorriendo las aceras y cruzando a prisa los pasos de cebra. Vivían en una ciudad de calles estrechas para tanto ruido, donde los semáforos no se ponían de acuerdo y la prisa era el aire que todos respiraban.
Desde hacía una semana, Fernando se encargaba del cuidado completo de los niños. Su mujer, Adela, estaba ingresada por un ictus que le había dejado media cara paralizada. Aún andaban haciéndole pruebas. No esperaba tenerla de vuelta en casa para las Navidades, por lo que le habían informado los médicos. Faltando ella, sus vidas se habían complicado repentinamente. No tenían familia cerca. La abuela llegaría en un par de días, justo cuando daban las vacaciones a los niños. Fernando había pedido una baja laboral y evaluaba si solicitar una excedencia.
«Fun, fun, fun. Veinticinco de diciembre…» tatareaba apático el pegadizo soniquete Fernando, visiblemente cansado, mientras estacionaba en el parking del hospital. En el vestíbulo, nada más entrar, se fijó en el arbolito navideño, adornado con bolas verdes, dos raquíticos espumillones de color rojo y unas lucecitas de un pálido amarillo. Lo miró ido camino del ascensor. Se vio en el espejo mientras subía planta a planta hasta la sexta. El olor acre de la lejía saturaba el ascensor. Su cara, demacrada, le devolvía una imagen descuidada: un rastro de barba, los ojos ensombrecidos de no dormir bien, la ropa arrugada y mal conjuntada, su pelo, entrecano, medio peinado, y el rictus apagado.
Adela estaba medio postrada en la cama, con la bandeja del desayuno sobre un simple carrito camarera con ruedas. Sus ojos brillantes se cruzaron con los de él cuando entró a la habitación, y enseguida él desvió su mirada hacia la taza del desayuno. Se acercó.
—Veo que ya te han quitado la sonda.
Retiró el carrito, la besó en la frente cerrando los ojos y, después, sacó de la bolsa de plástico opaca que había traído una caja de galletas de jengibre. La caja, metálica y redonda, era roja navideña y, en la tapa, tenía un Papá Noel subido a una escalera tratando de coronar un árbol verde decorado con algo de nieve, cuatro figuritas colgando y dos cintas gris plata, con una estrella amarilla. Una enfermera entró; se intercambiaron los buenos días. Fernando abrió la caja y la puso sobre la mesilla alta al lado de la cama.
—Sabe usted que no puede comer galletas, ¿verdad? —le dijo la enfermera en un tono de reprimenda.
—Sí, lo sé. Y también que aún no puede masticar —respondió Fernando, como ofendido—. Las traigo por el olor. A ella le huelen a Navidad. Las solemos hornear en casa por estas fechas, con los niños.
—Puede que la Navidad, a partir de ahora, le huela distinto.
La respuesta fue demoledora para Fernando, que respiró con algo de sentimiento de derrota. Se sentó en la butaca, que estaba al otro lado de la cama, junto a la ventana y, desde ahí, escaneó las paredes blancas, silenciosas, solitarias, y preguntó:
—¿Ha dicho algo, ha preguntado por alguien?
La enfermera negó con la cabeza, mirándole con unos ojos como si desaprobasen la pregunta, mientras colocaba una nueva bolsa de suero. Fernando se echó hacia atrás lentamente, apoyando su espalda, casi vértebra a vértebra, en la butaca de piel sintética de un color verdusco. Cruzó las piernas y se agarró a la bolsa, llevándola hacia su abultado abdomen. Aún había algo más dentro, con otro aroma distinto, pero no lo sacó. Apretó el puño en torno a las asas, como estrangulando la bolsa, y puso su otra mano encima, cubriéndola, cuando vio que la enfermera intentaba averiguar el contenido del interior desde el otro lado de la cama.
La enfermera salió y Fernando tomó una larga y honda inhalación, seguida de una fuerte y más breve exhalación. Fue lo único que se oyó durante un prolongado rato. Adela no dormía; lo decían sus ojos, vidriosos, con lágrimas que parecían no haber caído. Ambos estaban en este instante, compartiendo, entre cuatro paredes, un espacio en el que respiraban un silencio punzante, que se tambaleaba por el olor tostado, picante y dulce que emanaba de la caja de galletas. Al rato, Fernando se levantó, asiendo la bolsa firmemente, como si agarrara la mano de un niño. La bolsa, gruesa, con sus pliegues, transmitía un aspecto seco, yermo. La mano le sudaba. Había decidido no sacar lo otro que había traído. Caminó meditativo hacia la ventana, que daba a un patio interior amplio, con mucha luz, y contra los cristales pronunció:
—Te echan mucho de menos. Preguntan cuándo volverás a casa.
Esperó durante varios segundos, casi un minuto, que se hizo eterno. Esperó un gemido, una palabra, un intento de frase, ¡algo! Pero solo hubo la absoluta nada, como el vacío inerte, sin eco, que se había instaurado entre ambos desde hacía tiempo, y lentamente.
Al poco rato se fue callado, cabizbajo, dejándola entre las paredes desnudas, junto al cálido olor que desprendían las galletas desde su caja. Atrás quedó ella, toda una mujer, con sus deseos propios y su voluntad soberana. Y, hasta ahora, vital y sana.
La noche discurrió larga para Fernando.
Regresó al día siguiente con la misma bolsa, esta vez abierta. A primera vista, se entreveían unas hojas tamaño A4.
—¿Más galletas con olor a Navidad? —preguntó incisiva la misma enfermera del día anterior que estaba tomando la temperatura a Adela según le vio entrar.
—No —respondió Fernando sin más—. La enfermera se le quedó mirando, esperando algún comentario más sobre el resto de lo que llevaba en la bolsa—. ¿Ha dicho algo, ha preguntado por alguien?
La enfermera negó con la cabeza, mientras ahora limpiaba las secreciones del ojo de Adela, que no podía cerrar, con una gasa estéril y le aplicaba un colirio. Fernando se dirigió a la ventana y ahí permaneció hasta que la enfermera se fue. Después, cuando se acercó a Adela, posó sus labios sobre su frente, y, después, al oído, le susurró:
—He traído unas fotos de nuestros hijos, y más galletas. Los niños preguntan mucho por ti. Te echan mucho de menos.
Adela reaccionó con un movimiento leve, como si recolocara su cuerpo ligeramente sobre la cama para cambiar algo de su postura. Ladeó despacio la cabeza hacia la mesilla alta, donde estaba la caja de galletas, y con dificultad vocalizó:
—Tápala.
Después, volvió a su posición original, mirando al frente. Y así permaneció. Aún no podía cerrar uno de sus ojos por sí misma.
Fernando no se dio por vencido. Decidido, sacó un rollo de celo que había traído en la bolsa y lo empezó a usar para empapelar parte de la pared que había frente a los ojos de Adela con las fotos de sus hijos, junto a un dibujo de colores vivos de ellos haciendo galletas y un «Te queremos mucho, mamá. Regresa pronto a casa».
Deseo que el espíritu del Adviento
te siga acompañando en estos días,
María Reino

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