10/25/2023

Hogar en un tronco caído

 



  

Por fin el duende había encontrado un hogar donde pasar este invierno: en un tronco hueco de un árbol caído que se encontraba en la ladera de una montaña. Un día, cuando iba caminando por el bosque buscando casa, observó una entrada entre dos troncos que yacían juntos, paralelos, en el suelo. Atraído por tal disposición, se acercó y echó un vistazo hacia el interior de uno de ellos que estaba hueco. Dentro de este, el espacio se organizaba de manera diáfana y daba la impresión de ser amplio. Él siempre había huido de los espacios demasiado compartimentados, no le gustaban las estrecheces, quizá por eso, desde que fue joven se lanzó al mundo y vio la Tierra el lugar perfecto en donde siempre hallar un hogar.

El interior de este tronco caído, y hueco, le serviría por el momento, las lluvias otoñales ya habían hecho su presencia y las temperaturas en la noche habían caído varios grados. Pero tras mudarse aquí y pasado un tiempo habitando este interior, sintió de repente un frío inexplicable. Estaba sorprendido porque nunca había sentido nada igual. Aunque bien era cierto que la madera de este tronco no aislaba mucho del exterior, este frío, percibía el duende, se debía a algo más. Sin pensárselo dos veces, una mañana, al despertar, le preguntó al árbol por la sensación de frío en su interior. El árbol, con un tono de haber estado aplastado por algo durante largo tiempo, le contó que él se erguía como sus otros hermanos detrás de él, pero que un día en el que respiraba los vientos de primavera feliz, sin esperárselo, sintió de repente una dentellada fría y ruidosa en sus carnes. Cuando quiso darse cuenta, se vio tumbado en el suelo y amputado. Aquello le heló el alma, y así se quedó desde entonces sin entender el porqué. Le habían dejado tirado y separado de sus raíces, y estas, al no poder seguir enviando los nutrientes de la Madre Tierra a sus ramas y hojas por todo su tronco, comenzaron a no encontrar una razón de ser y terminaron por disolverse en la tierra y desaparecer; al igual que las hojas de su copa. Parte del tronco, además, había quedado desnudo al ir perdiendo la corteza que lo vestía.

El duende, al escuchar su historia, entendió el frío del interior del tronco y empatizó con su nuevo hogar temporal. Pero el duende, aunque fuese un ser perceptivo y empático, era también friolero y gozaba con el calorcito que provee el confort, especialmente cuando se refugiaba en su hogar una vez caída la tarde durante los meses de lluvia y frío.

Así que como al duende se le había echado el tiempo encima, decidió arreglárselas como pudo para pasar en este tronco el tiempo que hay desde el descenso de las temperaturas hasta el mes en el que las flores embellecen los campos, valles y caminos. Para resguardar algo su entrada le pidió a una araña, que un día pasaba por allí, que tejiera unos toldos a modo de vela de sombra que sirvieran de parapeto no solo a indeseados, posibles visitantes, sino también para evitar que el viento y las lluvias entraran a su hogar. La casa no tenía del todo una mala orientación, a sus espaldas tenía todo un muro formado por los hermanos no caídos protegiéndolo; con esta disposición, el duende sintió que mucho del viento y del frío no llegaría a su hogar traspasando la madera del tronco que le daba cobijo. 

Una vez hechos los arreglos necesarios, el duende se adentró en su refugio, miró hacia un lado y otro del diáfano espacio y dispuso su alma para acomodarse en este nuevo lugar. Aunque se empeñó con ahínco en hacerlo confortable, sentía en su corazón una tristeza profunda cada vez que miraba las paredes de su temporal hogar. El duende comenzó a preguntarse cómo serían las siguientes paredes que le darían abrigo y qué otros arreglos tendría que hacer para sentirse mínimamente a gusto. En el fondo de su corazón, el duende anhelaba un hogar estable, empezaba a tener una edad y cada vez le costaban más los cambios de casa; y tener que partir a cuestas, cada primavera, con los pocos bártulos que tenía en busca de un nuevo sitio. Deseaba un hogar que siempre se abriera con las mismas llaves y al que decorar a su gusto.

Los días siguientes, el duende, mientras se afanaba en hogarizar este tronco caído y hueco, anduvo melancólico. Observaba a otros seres parecidos a él que llevaban mucho tiempo asentados en el mismo lugar y sintió querer lo que ellos también tenían. Los gnomos, por ejemplo, una vez llegados a un acuerdo con el espíritu de un árbol, se establecían en su interior para siempre. Había hermanos suyos, otros duendes, que solían encontrar hogar bajo tierra, en las raíces de cualquier árbol o arbusto. Pero a él nunca le había gustado vivir sin luz y, además, necesitaba respirar el aire fresco y calarse hasta los huesos con el contacto directo del agua en su piel cuando llovía, en lugar de sentir la humedad a través de la tierra mojada como hacían los otros duendes; la humedad, él prefería, sentirla en su piel, nutriéndola, a través del aire. Le gustaba también tomar el sol y dejarse bañar por los rayos de la luna en las noches en las que contemplaba las estrellas, y esto bajo tierra no era posible. Él no era un duende como los demás, y por ello siempre había pagado un alto precio; es lo que tiene ser diferente.

Pero, ¿qué hacer? ¿Dónde podría él encontrar un hogar de esos que, como el amor, son para siempre?

El invierno pronto llegó y la oscuridad se hizo en el bosque. El duende salía a las horas más cálidas del día para tomar los pocos rayos solares que había. Pero un mediodía soleado y de cielo azul despejado, mientras paseaba por un claro del bosque, observó un árbol con el color de madera más bonito que jamás había visto. Solo con contemplarlo podías sentir su textura, y los tonos marrones que vestían el tronco exudaban una nobleza de la que el duende inmediatamente se enamoró. Se acercó despacio hacia él, en silencio, como cuando llegas a un lugar sagrado, miró hacia arriba y divisó toda una serie de ramas bien proporcionadas y ordenadas, las cuales daban cobijo a una pareja de ardillas y a un nido de búhos reales. El duende sintió que había llegado a su anhelada casa. Hizo una última comprobación, bajó a las raíces y con alegría atestiguó que estas estaban sanas y canalizaban bien los nutrientes para llevar la abundancia de la Madre Tierra al resto del árbol y hacerlo crecer prósperamente. El duende estaba tan entusiasmado… después de tanto tiempo siendo un peregrino en este mundo, ¡por fin había encontrado un lugar en el que permanecer! Pidió, eso sí, permiso al ser de aquel árbol antes de entrar y este le contestó que estaba encantado de servir de hogar a un duende con tanta experiencia en diferentes casas, y que nunca había tenido como morador a un ser como él. El árbol también estaba muy feliz.

El corazón del duende estalló de alegría y sintió por fin una tranquilidad que hizo que su mente se relajara y anduviera a partir de ahora, por la vida, totalmente despreocupado.

Aquel árbol era maravilloso, las vistas desde sus ramas espectaculares y los seres con los que cohabitaba, los mejores compañeros de día y de noche.

Y allí se quedó este duende hasta el final de sus días, tranquilo y feliz de ver amanecer y atardecer siempre desde el mismo lugar, abriendo y cerrando siempre la puerta de su hogar con las mismas llaves y acomodando su interior según su particular ideal de belleza.



María Reino









Fotografías tomadas en la Sierra de Guadarrama, Madrid.


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