9/27/2023

Las patitas de la hormiguita



           Todas las mañanas, la señora gnoma salía a la entrada de su casa para ver quién necesitaba de su ayuda. Siempre había alguien que desfilaba por delante de su puerta pidiendo auxilio para paliar su dolor o encontrar remedio a su malestar. Vivir en el bosque a veces provocaba magulladuras y heridas si no prestabas la debida atención al caminar. La señora gnoma no tenía que hacer nada más que apostarse en el umbral de su casa y esperar a quien mirase hacia su puerta. Todos en el bosque sabían de sus remedios a base de ungüentos, pomadas, hierbas e incluso canciones.

La señora gnoma vivía en el interior del tronco de un árbol que había sido talado hacía mucho tiempo. La entrada a su casa tenía unas cortinas del verde musgo que colgaban de un dintel recto tallado en la madera del antiguo árbol. Todo el bosque sabía dónde estaba su casa, subiendo la cuesta de un antiguo camino por el que antiguamente gigantes viajaban de un lugar para otro, y en el cual ya solo quedaban restos de piedras de la antigua calzada.

Un día, una fresca mañana de finales del verano, uno de esos días en los que repentinamente se nos susurra en la piel que la época estival está llegando a su fin, una hormiga caminaba por delante de la casa de la señora gnoma quejándose de sus patitas. Había estado trabajando duro durante el verano, tanto que sus finitas patitas se habían resentido seriamente por transportar hasta cincuenta veces su peso. El calor y la sequía del verano habían empeorado las condiciones de trabajo de las hormigas en general y esta hormiguita sentía que con sus extremidades ya no podía caminar más. Cada paso que daba se convertía en un suplicio, incluso alguna vez le había brotado alguna pequeña y espontánea lágrima del dolor que sentía. 

Pero, a ver, qué iba a hacer, era una hormiga obrera y ya se sabe que esta clase de hormigas deben trabajar hasta la extenuación. Tumbarse a descansar durante el verano no es una opción para ellas. Durante esta estación, las hormigas obreras deben buscar todo el alimento posible por el bosque para llevarlo al hormiguero con el fin de almacenarlo y tener provisiones para el largo y duro invierno. Su trabajo del día no se quedaba aquí, al final de cada jornada, tras un sofocante día de calor y trabajo, las hormigas tenían que organizar el almacén, limpiar y recoger el resto del hormiguero. El orden es de suma importancia, si no ¡imaginaos con toda la comida que entra en un hormiguero! 

Cuando las hormigas, por fin, se iban a la cama, estaban tan muertas de cansancio que antes de que sus cabecitas tocasen la almohada, estas ya se habían quedado dormidas; debían aprovechar el poco tiempo de sueño que tenían, solo podían dormir cuatro horas cada noche. Había que sacar el máximo rendimiento de todas las horas de luz del verano para trabajar, claro está.

Pero esta agotada hormiguita que se había presentado ante la señora gnoma sentía sus patitas destrozadas, hechas jirones, ya no solo por el esfuerzo físico, sino también por la monotonía con la que vivía el día a día. No podía más, y esto era un gran problema. Durante los meses de verano, a las hormigas trabajadoras no se las permitía sentarse o tumbarse durante las horas de sol, no podían echarse una siestecita, tampoco podían sentarse ni siquiera para comer, tenían incluso que ir masticando mientras caminaban por el bosque en busca de la comida con la que debían aportar al gran almacén del hormiguero. Había que trabajar, trabajar y más trabajar. Estaba muy mal visto parar, te podrían considerar una holgazana, y echarse este sambenito encima era después harto complicado quitárselo de encima, por no decir imposible. Además, había otras compañeras, las hormigas soldado, que se aseguraban de que ninguna hormiga se quedara por ahí en el bosque remoloneando. Las hormigas obreras son trabajólicas; tampoco tienen otra opción, siempre están en movimiento, de un lado para otro a lo largo y ancho del bosque en busca de alimento.

Pero esta hormiguita no podía caminar más, ¡estaba exhausta! Y también estaba muy preocupada porque si paraba ¿cómo la tratarían sus compañeras?, ¿la expulsarían si no aportaba más comida al hormiguero?, ¿la declararían inútil? ¿Habría alguna pequeña y excepcional posibilidad de quedarse unos días dentro del hormiguero a descansar en su camita mientras otras continuaban trabajando? Nuestra hormiguita tenía tal dilema, tal desazón por este discurso interior suyo que pronto sintió que su valor se diluía por sus machacadas patitas.

La señora gnoma, al ver sus extremidades, no necesitó preguntar más. 

—Ven, entra, querida, que pondré uno de mis ungüentos en tus pobres y doloridas patitas después de bañarlas. Pasa, amiga, te ayudaré con el dolor —le dijo muy amablemente la señora gnoma.

Cogió algo del musgo encaramado a la fachada de su casa y se lo puso como suela en cada una de sus patas, amarrándoselo con unas hebras que se arrancó de sus cabellos y que colocó como si fueran las tiras de unas sandalias. 

—Con esto seguro que sentirás bastante alivio al pisar. 

La hormiguita, la pobrecita, se dejó cuidar, se encomendó a esta sabia curandera del bosque, una gnoma que, aunque tenía la apariencia de una mujer madura de unos cincuenta años, en realidad, según se contaba en el bosque, había convivido con unos gigantes que existieron en la Era Antigua. Nadie sabía la edad exacta, pero se calculaba que podía tener más de quinientos años, quizá más. Siempre había vivido en este bosque y se lo conocía al dedillo, ningún rincón era desconocido para ella y todos los linajes le eran familiares. Tenía un semblante muy afable y cuando te acercabas a ella, su olor corporal desprendía una refrescante fragancia a flores de jaboncito artesanal, de estos que antiguamente usaban las abuelitas. Tenía, además, la melena corta, sin llegar a rozar los hombros, medio canosa y abundante, sus cabellos eran suaves y a la vez fuertes, su piel era rosada y cuando se ruborizaba, sus mejillas y su barbilla se encendían y mutaban al color de las bayas rojas silvestres. Sus ojos eran grises claros con el brillo de las estrellas en invierno, y al mirarlos, podías ver tanto la historia de todo el bosque como todas las lecciones aprendidas de todos los seres que habían habitado allí desde el comienzo de los tiempos. Podía resultar intimidante quedarse mirando a los ojos de esta sabia dama del bosque. Era una mujer que, sin estar delgada, tampoco se podría decir que fuera gruesa, y para ser gnoma no era bajita. 

Una vez dentro de su hogar, y en sus manos, la hormiguita fue invitada a sentarse en una muy cómoda butaca mientras la señora gnoma preparaba un agua en el fuego con el que bañaría sus patitas. Su hogar era no muy grande pero sí espacioso, y la madera de suelos y paredes aportaba una calidez y una envoltura que ya solo por estar dentro, una podía sentir una calma y una seguridad de que, pasara lo que pasase, todo iría bien.

Estando ya sentada en la butaca, la hormiguita cayó en la tentación de echarse una cabezadita, sus ojillos se entornaron involuntariamente. De fondo, oía a la señora gnoma tararear una bella melodía mientras echaba una serie de hierbas al agua que calentaba y removía, parecía que las hablase a través de su melodioso tarareo. Contemplando a la señora gnoma en este cálido ambiente, la hormiguita entró en un estado soñoliento en el que todas las preocupaciones de la cabeza en las que últimamente andaba desaparecieron. La melodía de la señora gnoma era muy placentera y sumió aún más a la hormiguita en un relax en el que le era imposible mover cualquier extremidad o incluso articular cualquier palabra. El asiento de la butaca era mullidito y aportaba un calorcito templado y constante. La señora gnoma la había fabricado ella misma tomando los restos de la lana de unas ovejas a las que habían esquilado a finales de la anterior primavera y que encontró tirados en la orilla del río. Mientras la hormiguita disfrutaba de su estado de descanso, observaba por sus entreabiertos ojillos a la gnoma echar también una especie de sales en aquel caldero. Ya casi estaba listo.

Al rato, la señora gnoma colocó un barreño a los pies de la butaca en donde vertió el agua hirviendo con la mezcla de todo lo que había cocido.

—Aún no metas las patitas —le advirtió la señora gnoma—. Podrías escaldarte. Lo que sí puedes hacer mientras el agua se templa es respirar el vaho. Te calmará la mente primero. Puedo percibir que tienes la cabeza tan recalentada como tus patitas —continuó diciendo la señora gnoma.

La hormiguita al escuchar la palabra escaldarse pensó: «mmm, interesante palabra». Abrasadas, así es como se sentían sus patitas tras el largo verano.

Cuando el agua ya estuvo lista, ideal de temperatura, un poquito caliente, la hormiguita, con la ayuda de la señora gnoma se incorporó y se metió en aquella tina ovalada de plata. Al introducir sus seis patitas, y tras deshacerse del vendaje de musgo, una sensación de gran alivio recorrió todo su cuerpo, tanto que las antenas de su cabecita, que le servían para orientarse por la vida y siempre mantenerse en el camino, recobraron la vitalidad que tenían en primavera y se enderezaron como si una energía vital las recorriera.

La señora gnoma al verlo, sonrió y dijo:

—No es nada grave, lo de siempre, os pasa a muchas, pero debes tener cuidado, amiga, y no extenuarte o las consecuencias podrían ser graves la próxima vez, especialmente cuando han pasado varios veranos y estos van siendo cada vez más calurosos. Si quieres disfrutar de tu comida cuando llegue el invierno, debes tomártelo con más tranquilidad, de lo contrario podrías no llegar a contarlo.

Tras el baño de sus patitas, la señora gnoma, con sus finas manos, secó sus pies con una suave toalla color vainilla y le cortó las uñas. En una de sus patitas se le había hecho un uñero, y tras curarlo, le masajeó sus tarsos, tibias y espolones con un ungüento que ella misma había preparado, por supuesto, a base de manzanilla y caléndula. Con aquel masaje, la hormiguita sintió cómo la sangre le circulaba de nuevo por sus patitas. ¡Qué gran alivio! Era como si respirase de nuevo un aire limpio. La hormiguita, ahora sí, en muchísima mejor condición física, pudo ponerse de pie ella misma y dándole las gracias a la señora gnoma desde el corazón, sin necesidad de articular palabra, se marchó rumbo a su hormiguero. 

Una vez fuera, se dio cuenta de que el día estaba llegando a su fin, ya no se veían los colores anaranjados y rojizos del crepúsculo veraniego, en su lugar, había comenzado a lloviznar y a calar todo el bosque con la humedad otoñal, esta que tanto refresca nuestro interior tras los calores del verano. Las lluvias de otoño llegaban y con las aguas el ritmo de trabajo iba aminorando poco a poco, día a día. La hormiga sintió las primeras gotas del otoño como un bálsamo para su alma. Esa noche por suerte podría contar con una hora más de sueño. Los días comenzaban a ser más cortos y las noches más largas.



Feliz tiempo de equinoccio otoñal,

María Reino


Fotografía del tronco talado de portada: María Reino

9/16/2023

Panes sin sal




Hace mucho tiempo, existió un país en el que la sal dejó de formar parte del pan. Todo empezó cuando, un buen día, se corrió la voz de que la sal en el pan no era nada buena para la salud de las personas. No solo se apuntó a los efectos secundarios de su consumo, sino también a los estragos que podía llegar a causar en el sistema sanitario de aquel país, la verdadera joya de la corona según su primer ministro. 
    
    Pronto se hizo hincapié en el desuso de la sal en el pan, denostando su consumo a través de los medios de comunicación, redes sociales y publicaciones con nombres científicos sonantes que vinieron a avalar «lo cierto» de estas aseveraciones, hechas por el mismísimo ministro de Sanidad. También se contrataron a personas anónimas para que predicaran en comunidades de vecinos, terrazas de bares, parques y reuniones familiares rumores sobre otras consecuencias que el consumo de la sal en el pan podía causar, ya que, por supuesto, conocían a Fulano, Mengano o Futano y lo enfermo que se había puesto por tomar pan con sal, llegando incluso a estar hospitalizado varias semanas bajo un severo programa de desintoxicación. Estas historias de veras daban mucho juego; era material sabroso para difundir a través de WhatsApps, mensajes y conversaciones de teléfono y portal.
    
    Al principio, la sociedad, sorprendida, se vio ante una avalancha de informacion sin saber qué hacer. Por un lado, era gente panera, es decir, no solo basaban su dieta en el pan, sino que además les encantaba, no solo por su sabor, sino porque ya lo habían tomado sus padres, sus abuelos y todos sus ancestros. Esta situación los pilló desprevenidos y, aunque eran reacios a prescindir de este ingrediente tan básico en su alimentación, porque ¿qué es un pan sin sal?, la desconfianza se extendió ante todo lo que se decía y especulaba sobre la sal en el pan. 

    Las reacciones fueron de lo más variopintas. Hubo quienes vieron verdaderos planes conspiranoicos detrás de todo aquello, y otros que, por su cuenta, enseguida renunciaron a este ingrediente hasta entonces imprescindible. Estos voluntarios fueron el desencadenante del siguiente paso. Después de un mes comiendo pan sin sal, dichos atrevidos se mostraron felices como perdices ante las cámaras de televisión y demás canales de Internet, alegando que notaban cierta ligereza al haber mejorado su sistema circulatorio. Sus testimonios no hicieron otra cosa que reforzar todas las publicaciones de rimbombantes estudios científicos hechos en el extranjero por tal y cual laboratorio. Fueron utilizados como argumento en los medios de comunicación, que repetían lo mismo en todas las cadenas, resonando al unísono en, como coloquialmente se conoce, la caja tonta.
    
    La gente, todavía incrédula, seguía comprando su pan de siempre, con sal, hasta que, una mañana, cuando despertaron, las noticias arrancaron anunciando la muerte de un anciano que había consumido pan con sal toda su vida. A partir de entonces, cada día, las noticias se colmaban de historias de personas que habían muerto por el mismo motivo, creando una alarma social que llevó al primer ministro a tomar medidas drásticas. La gente sintió miedo y comenzó a comprar pan bajo en sal, por si acaso.
    
    Los panaderos, ante esta creciente histeria, pegaron carteles en sus escaparates anunciando sus panes bajos en sal, algunos sin sal del todo y otros con ingredientes sustitutivos hasta entonces desconocidos, que prometían ser la panacea. Algunos llevaban chía, otros sésamo, otros semillas de calabaza, todo lo necesario para hacer atractivo el pan y camuflar la falta del ingrediente esencial: la sal. Porque, ¿qué es un pan sin sal?   

  Las noticias, los rumores, las publicaciones, las imágenes tremebundas sobre las «consecuencias» de la sal en el pan abrumaron a la sociedad hasta tal punto que el primer ministro no tuvo más remedio que prohibir, Dios mediante Real Decreto, el consumo de la sal en el pan, extendiendo la restricción, por supuesto, a la venta de la sal.
    
    La gente de este país, estupefacta, acató sin más estas nuevas directrices; al fin y al cabo, era por su bien. No se ofreció otra alternativa y, además, las penalizaciones por el uso de la sal llegaron a ser costosas, de miles de euros e incluso de penas de cárcel. Por todas partes había policías asegurándose de que la población acatara las nuevas normas. 

    Hubo algunos habitantes que vieron estas medidas como ilógicas y absurdas, además de un mecanismo para infundir miedo. Este grupo fue calificado de rebelde e insurrecto y, poco a poco, no solo fueron señalados en sus vecindarios, lugares de trabajo e incluso núcleos familiares, sino que acabaron aislados bajo la etiqueta de los raros, los que no querían ver la lógica, la razón, «la evidencia científica». Cuando, en realidad, solo intentaban dilucidar el uso de las sal de forma responsable, sin paranoias. Pero esto no interesaba en absoluto, no convenía. Lo fácil fue prohibir y señalar con el dedo acusador. Y así fue como pasaron a ser los negacionistas, los apestados, los bebelejías, los apartados de la sociedad… Viéndose obligados a replegarse a los bosques de las montañas, donde al menos encontraron refugio.
    
    El resto, la gran mayoría, consumió pan sin sal. Y aunque era obvio que este cambio les apenaba, porque dejaba en el estómago una sensación extraña, como sin gracia, lo cierto es que, con el tiempo, fueron sintiendo una tristeza y un vacío difíciles de explicar. 

    Los panaderos, también consumidores del pan, notaron ese vacío tras un largo período comiendo pan sin sal. Para contrarrestarlo, emprendieron la creación de panes de todas las formas posibles —e imposibles también—, usando diferentes harinas y decorándolos con semillas diversas. Una loca carrera en la venta de estos panes, que provocó, por supuesto, la subida del precio de algo tan básico como el pan. Triste, pero la creatividad quedó supeditada a enmascarar la carencia de su ingrediente principal: la sal. 

    Incluso las bolsas de pan se vendieron transparentes para desviar la atención del vacío sintiente hacia un transitorio orgullo del consumidor. Ingredientes que hacía tiempo habían caído en desuso, una o quizá dos generaciones atrás, volvieron a utilizarse. Resurgió algo que llamaron masa madre y apareció algo nuevo que denominaron masa padre. En la prensa, artículos avalaban el uso de estas masas, proclamándolas como el culmen de la autenticidad panadera. Por arte de magia, surgieron blogueros y gurús de Internet, que con su peculiar conexión a la red, escribían sobre los saludables beneficios de estas masas, aportando toda clase de información antes desconocida. 

    El precio de estos panes fue subiendo, porque, a ver, ¿qué nos vamos a creer? La gente no entendía nada, pero se dejó llevar, como ola en el vasto mar. 
    
    Estos sofisticados panes carentes del ingrediente principal, que viajaban por las calles en sus indiscretas bolsas de compra, pronto repercutieron en los alquileres de las panaderías. Todo panadero con un mínimo de saber hacer quería su negocio en las mejores ubicaciones, lo que disparó los precios del arrendamiento, incrementando, a su vez, el coste del pan. 

    Hubo gente que ya no pudo permitirse estas clases de nuevas variedades de pan, y este pasó a ser un lujo para quien lo pudiese pagar. Los menos agraciados de bolsillo tuvieron que contentarse con un pan deformado sin sal que se vendía en las tiendas corrientes de los suburbios. Otros, avispados, ofrecieron clases sobre cómo hacer pan en casa y vendieron máquinas para fabricar pan sin sal, como un foodie en condiciones, consolidándose aún más la vorágine. La gente que no tenía recursos económicos suficientes, esos con la cartera desavenida, tuvieron que irse, aún más lejos, a buscarse su propio pan. Otros, tristemente, sacrificaron el consumo del pan con tal de seguir viviendo en sus hogares de siempre.

    El gobierno, de este no, de aquel país, viendo las oportunidades comerciales, estableció la exportación de panes sin sal bajo el pretexto de la cooperación internacional, una interesada hermandad bajo la que comercializar estos tristes panes. Pronto llegaron panes de todas partes del mundo y, para abaratar costes, se establecieron recortes en las fábricas, adulterando la materia prima y reduciendo los sueldos de los trabajadores. Así, muchos terminaron trabajando por un chusco de pan. Y eso, desde luego, no tiene ni pizca de gracia.


María Reino






9/09/2023

Dama joven de Calpe




    Hace tiempo, una tarde en Calpe, mientras observaba cómo el vaivén de sus doradas aguas erosionaba los restos de los Baños de la Reina, vi de repente a una mujer, de piel blanca, cabello azabache con flequillo, caminando sobre el mar hacia mí. Su silueta, distinguida y serena, se recortaba sobre el horizonte. Vestía una túnica blanca sin mácula puesta a la manera griega, con unos pliegues que se ajustaban elegantemente a su figura. Era una mujer tan bella que embriagada en su hermosura, me quedé contemplándola.

    Me contó que había muerto aquí, frente a la costa calpina, ahogada, mucho tiempo atrás. Provenía de tierras lejanas, y según relató, llegó a nuestras costas como víctima de una trata; había sido hecha esclava.

    Un día, unos hombres extraños, de aspecto bárbaro, la raptaron mientras paseaba tranquilamente por su aldea. Desde el momento en que la embarcaron en un navío foráneo y vio su tierra alejarse, deseó morir. No recordaba con exactitud cómo se ahogó, solo sabía que quería escapar de su destino. No sabía nadar, y antes de que el navío tocara nuevas tierras, las que Calpe ve, se arrojó por la borda.
    
    Este hecho, claro está, causó gran conmoción a bordo, un shock al ver a una joven tan hermosa saltar al abismo. Su piel, tan blanca, había hecho suponer que terminaría en la casa de algún rico dueño, viviendo como una reina, aunque en realidad su destino era el de esclava, entregándose a los deseos de su amo. En ese destino desconocido, se adornaría con las mejores telas y las joyas más bellas del lugar. Pero ella se negaba a vivir de esa forma, por lo que decidió dar el paso hacia la muerte.
    
    Antes de tomar su decisión final, oyó una voz que la llamaba:

––Ven, salta, mi niña. Tú vendrás a mí y servirás a un propósito mayor, eterno, conmigo en la mar. 

    La joven helena no dudó. Había sido despojada de su hogar y solo el miedo la esperaba en ese mundo extraño y ajeno.

––Salta a estas aguas azul esmeralda. Teñiré tu cabello de azabache y serás reina de las olas ––la animó la muerte.

    Con determinación, se zambulló en la mar y se transformó en algo que ni ella misma hubiera soñado, algo que ni en sus sueños más hermosos hubiera imaginado. Se convirtió en un ser elemental, uno de esos guardianes que protegen las aguas. Su ser, que había sido humano, se fundió con el agua, y su expresión, serena y algo fría, reflejaba su profundo poder de observación.

    Cuida celosamente esta costa, y por las noches, vela por los marineros que se adentran en el mar. Mantiene la belleza de este litoral. Aunque rara vez sonríe, es pura dulzura con los habitantes y seres que pueblan estas aguas y las rocas que perfilan la costa calpina. 

    Es algo introvertida, y no le gusta que se le acerquen demasiado. En su alma quedó grabado el miedo a ser secuestrada nuevamente, aunque esto ya no sería posible. Ella es parte de este lugar, como Calpe lo es de ella. Lleva más de dos mil años en esta orilla, ha visto el paso del tiempo y todo lo que ha ocurrido, y quizás otro día nos cuente la historia de los seres humanos, esos que habitamos este planeta, desde su perspectiva, como una dama joven que, con un gran amor, nos contempla desde las aguas.
   
    Ella encontró su lugar, y aquí permanece desde entonces, feliz, en paz con su destino.

María Reino




Fotografías:
1. Baños de la Reina, yacimiento arqueológico, en Calpe (Alicante, España). 
2. Costa de Calpe (Alicante, España).




9/05/2023

La salamandrilla



        

Una pequeña salamandra se aproxima, sale a mi encuentro, y me observa con ojos compasivos y atentos. Quietecita, con sus dedos rígidos, saca su lengüita y me indica que mío es el fuego y que a mí me pertenece, que ella simboliza el resurgir, el renacer de mi fuego resucitado y renacido, y que es ahora cuando mi verdadero ser, de nuevo encarnado, se debe al mundo y a la naturaleza. 

Ella, la salamandrilla, recorre mi casa, limpiando los rincones que yo no veo, los más recónditos. Con su lengüita de fuego, va abrasando y purificando mi hogar, aquellos lugares a los que yo no puedo acceder. Me dice que es mi compañera ahora, que estará conmigo durante un tiempo. Pasado este tiempo, retornará a ese otro mundo en el que ella es dragón y su verdadero hogar son torres y cielos.

Antes de partir, me cuenta que así somos todos antes de materializarnos, antes de convertirnos en materia, de empequeñecer. Me revela que, en realidad, nuestro ser es grandioso, y que si todos los seres encarnáramos con el tamaño que realmente somos, no habría planeta que pudiera acogernos. Por eso, el Ser mora en otro plano, uno donde no existen las limitaciones de alto, ancho o largo. Sin embargo, aquí, en este plano tridimensional, nos manifestamos de forma reducida, y esto, para algunos, es complicado. Especialmente para aquellos que se deben al fuego, a este elemento sagrado que se expande y abrasa con sus llamas, que no puede ser constreñido. Son seres con la piel seca, como tú, que se impacientan, como tú, que sienten una enorme ira ante injusticias e inmoralidades, como tú. Pero lo importante es saber manejar esa energía, transformar esa ira y fuego en magia, en belleza materializada, tal como hacía Hefestos en su fragua.


María Reino

El oso y las mariposas

  En cierto bosque, existen unas mariposas que, al batir juntas sus alas, forman una preciosa nube de color azul. Esta bandada de mariposas,...