8/07/2024

Un cuento de hadas de los de entonces


 

El verano como siempre estaba siendo caluroso pero efímero, y el paseo por las avenidas de un jardín que antiguamente había sido propiedad exclusiva de la familia real procuraba a la población más cercana de hoy en día un alivio a los calores sofocantes, y un refugio de la ardua cotidianeidad, para todo aquel que se permitía el tiempo para pasear entre la exuberancia de este vergel que, de manera casi natural, se extendía a lo largo de la ribera de uno de los principales ríos que recorría gran parte del propio país y del vecino también. En un lugar como este, la sensación de lo pasajero, lo efímero, en la época estival, se debía a la fugacidad con la que siempre parecía transcurrir el tiempo de las vacaciones veraniegas; pero no era una fugacidad agitada, nerviosa, sino un parecer pararse el tiempo como en una suspendida quietud en un breve lapso de tiempo entre otros dos más largos, y por momentos, también, agitados. Así había sido siempre para Sandra.

Sandra era una de estas mujeres, afortunada, de hoy en día que había podido dejar de lado su profesión para dedicarse a tiempo completo a su único hijo y a su hogar. Y aunque para su madre, y demás mujeres del pasado, esta forma de vida había sido la única salida a su recorrido vital, en los tiempos presentes, con la incorporación de la mujer al mercado laboral, suponía un verdadero lujo renunciar, por un tiempo, a desarrollarse profesionalmente, y quizá también a nivel personal, y encomendarse a una tarea que durante tantos siglos la mujer había ejercido sin ningún tipo de cuestionamiento.

Este era, además, el primer verano en el que su hijo corría, y saltaba, y Sandra había pensado que qué mejor lugar para expandir y ejercitar aquellas y rechonchas piernecitas que bajo el verdor de las grandes hojas de los centenarios plátanos de sombra y los aromáticos tilos de este magnificente jardín. Sandra era una madre complaciente, abnegada y disfrutaba de este privilegio de criar a su hijo a tiempo completo involucrándose, de una manera además muy lúdica, en su educación. Se había leído muchos y diversos libros de crianza e incluso había realizado algún taller que otro sobre este tema. Sandra sentía una maternidad comprometida y consciente, y veía que sus ojeras eran de distinto color al de otras mujeres de su edad, y con familia, que debían fichar a las ocho de la mañana en una oficina, de lunes a viernes, manteniéndolas ausentes de su hogar durante algo más de diez largas horas.

Las ojeras de Sandra eran del color de despertarse al amanecer cuando su retoño con una energía vital desbordante se plantaba en su cama dando brincos mientras demandaba con gran alborozo su desayuno. Y qué mejor despertar que este para una mujer de su generación: ¿el del agudo pitido de una alarma que te indica que tienes que levantarte para sorber rápidamente el amargor de un café para espabilarte y ponerte un eye liner para enmascarar una mirada llena de agotamiento? No. Es mucho mejor abrir tus ojos y encontrar a una estrellita sonriéndote al asomar el sol, dando tumbos encima tuya anunciándote otro nuevo día, sin saber muy bien que te deparará la jornada. Su hijo le había contagiado de nuevo de un sentimiento de aventura que en algún momento de la vida siempre se nos extravía a casi todos alcanzada la edad adulta.

        Tras desayunar, y recoger por casa, aprovechando que aún el calor no apretaba demasiado, salían hacia el jardín real. Con suerte, esperaba Sandra, su hijito, al corretear entre setos y fuentes respirando la fragancia que los tilos desprendían en la humedad estival, entrara en el sueño de una reparadora siestecita que a ella le facilitara descansar un poco también. La energía a raudales que su hijo distribuía como si regalase magia cuando abría sus ojitos al despertar cada mañana tenía a Sandra algo descolocada, y con unas permanentes ojeras que camuflaba con un corrector.

Aquella mañana del mes de agosto, el calor y la humedad eran aletargadores, pesaba respirar. Aquella mañana, Sandra se encontraba muy, muy cansada. Los pies parecían no querer caminar, sino arrastrarse y, de vez en cuando, necesitaba parar para coger algo de aire y reorientarse. Aquella mañana, el jardín parecía envuelto en algo más que calor y humedad, pareciera que estuviese inundado por algo invisible, y denso, que hacía que en el ambiente se palpase la exuberante fragancia de la vegetación mezclada con el olor del tupido verdor que se desprendía del río en verano a su paso por el valle que habitaban. La atmósfera, aquella mañana de agosto, tenía ese aire de extrañeza en la que se percibe todo lo de nuestro alrededor de difusa manera. Al pasar por un banquito de madera con respaldo, Sandra aprovechó para sentarse mientras su querido retoño jugaba restregando un palito contra la tierra seca. Su niñito, al tropezar con las someras raíces de uno de los plátanos de sombra, se quedó observando y en un tono de alborozo, que los niños solamente tienen cuando el asombro les sorprende, gritó: 

—¡¡Mamá, mira!! ¡¡Este árbol tiene una nariz y una boca!!

Sandra, miró, recordó con nostálgica sonrisa y abrió sus brazos para recibir a su hijo. 

—¿Sabías que la abuela cuando era niña me contaba que por esa nariz los duendes que viven en el interior de este árbol pueden oler a todos los niños que pasan cerca de este árbol?  —dijo Sandra. 

—¿Y por qué, mamá? —preguntó curioso su niñito metiéndose el dedo índice de la mano derecha en la boca. 

—Porque por esa boca grande que ves ahí, la que está al lado de su nariz, aspiran, igual que la aspiradora que tenemos en casa, a todos los niños que no obedecen a sus papás y a sus mamás —respondió Sandra convencida.

El niño de inmediato palideció, y Sandra observó que sus ojos casi se le salieron de sus órbitas. Al contemplar el semblante de terror de su criaturita, se sintió por vez primera la peor madre del mundo. ¡Había asustado a su hijo! «¡En qué estaba pesando!» se preguntaba mientras intentaba consolar la nerviosa y espontánea llantina de su niñito del alma estrujándole contra su pecho. ¡Qué crueldad decir eso a una pobre criatura, a un inocente niño, a su hijo! «¡Mala madre!» —se condenó a sí misma. Era evidente que no pensaba: el bochorno y el cansancio le habían atrofiado las entendederas. Sandra se sentía no solo mala madre sino mala persona también, se sentía muy culpable. Había incumplido con el código de maternidad consciente que se establecía en todos esos libros de crianza respetuosa que con fervor había estudiado y había decidido acatar.

Tras los mimos y los susurros, el niño fue poco a poco calmándose. Sandra le apartó de su pecho, y le dejó sentado en el banco. 

—Espera aquí, que voy al carrito a coger la botella de agua. 

Sandra dio un paso, se agachó para buscar la botella con agua fresquita de casa que llevaba en el interior de una bolsa metida en la cesta del carrito y cuando se incorporó y giró de nuevo hacia su hijo, este no estaba. 

—¿Pablo? —llamó en tono de sorpresa la madre mientras hizo un rápido barrido de 360 grados con su mirada. 

Al no verle ni oír respuesta, desde lo más profundo de las entrañas y con gran desesperación y desasosiego vociferó: 

—¡¡¡¿¿Paaaaabloooooo??!!! 

No se oía ni escuchaba nada, tan solo se percibía la aletargada quietud de la atmósfera sofocante. Era como si la naturaleza se hubiera quedado en suspensión, y todas las hojas de los árboles del jardín hubieran contenido la respiración para no hacer ni el más mínimo ruido y facilitar así cualquier sonido que ayudase a dar con el paradero del niño. Sandra con el miedo en las entrañas, miró al árbol de raíces misteriosas, lo rodeó, escaneó entre los setos que se encontraban cerca y por fin vio algo moverse entre ellos. Echó el paso rápidamente y al acercarse, vio, de repente, saltar alejándose a un ser de piel verde de la estatura de su hijo. Fue una visión muy fugaz que le hizo sentir una punzada en el corazón y un temblor frío por todo el cuerpo.

—Pablo, hijo —balbuceó, Sandra, casi sollozando mientras rescataba a su hijito de entre las ramas secas de los setos—. Mamá te dijo que te quedaras ahí —añadió. 

Para haber sido en un visto y no visto, su hijo presentaba un aspecto de haberse dado un buen revolcón: tenía algunos arañazos en los brazos, un agujero en la camiseta por donde cabía un dedo, algunas manchas de tierra en la cara y algo de arenilla en la boca. Al sacarle de entre el ramaje, Sandra, mientras le sacudía algo el polvo de los pantalones, dijo: 

—Pero ¿qué ha pasado? Mira cómo te has puesto. Ven que te limpio y te doy de beber agua.

        El niño, afectado, miró a su madre.

—Un niño de color verde me ha empujado, mamá. Y se fue por allí —dijo Pablo señalando con su dedito índice, el mismo que tenía en su boquita hasta hace un momento, hacia el mismo lugar en dónde Sandra había visto de espaldas al ser verde salir corriendo dando brincos. 

El niño dirigió una mirada grave a su madre y, con su dedo índice de nuevo metido en su boquita, al punto del horizonte por donde este ser se había desvanecido, y preguntó: 

—¿Es eso un duende?


Texto y fotografía: María Reino.

2 comentarios:

  1. Me gusta el ambiente atemporal impregnado de magia en el que madre e hijo buscan el refresco de los rigores veraniegos plenos de buen ánimo tras el despertar de un nuevo día. También la imagen del misterioso árbol, habitado por verdes duendecillos, que succiona a los niños desobedientes aunque felizmente ingenuos e inocentes. Bonito, como tú, bonita!

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    1. Muchas gracias por tu comentario. Me alegro de que te haya gustado.

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