El verano, como siempre, era caluroso pero efímero, y el paseo por las avenidas del jardín, que antiguamente había sido propiedad exclusiva de la familia real, procuraba a la población cercana un alivio al sofocante calor y un refugio de la ardua cotidianeidad. Pasear entre la exuberancia de aquel vergel era adentrarse en una atmósfera donde lo efímero se percibía en el breve lapso de las vacaciones estivales. Y pese a la transitoriedad, en aquel jardín el tiempo parecía suspenderse, atrapado en una quietud detenida entre dos períodos más largos y, por momentos, agitados. Así había sido siempre para Sandra.
Sandra era una de esas mujeres afortunadas que había podido dejar de lado su profesión para dedicarse por completo a su hijo y su hogar. Aunque para su madre y las mujeres del pasado esta forma de vida había sido la única opción, en tiempos presentes, con la incorporación de la mujer al mercado laboral, suponía un auténtico lujo renunciar, siquiera temporalmente, al desarrollo profesional, y quizá también al personal, para entregarse a una labor que durante siglos había sido incuestionable.
Aquel era, además, el primer verano en el que su hijo corría, y saltaba, y Sandra había pensado que no habría mejor lugar para expandir y ejercitar aquellas rechonchas piernecitas que bajo el verdor de los grandes plátanos de sombra y los aromáticos tilos del magnificente jardín. Se entregaba a la maternidad con entusiasmo, convencida de la importancia de una crianza comprometida y consciente. Había leído diversos libros sobre el tema e incluso asistido a algunos talleres. Observaba sus ojeras y las diferenciaba de las otras mujeres de su edad, aquellas que debían fichar a las ocho de la mañana en una oficina y ausentarse de casa por más de diez largas horas.
Las ojeras de Sandra eran del color de los despertares tempranos, cuando su retoño, con energía desbordante, irrumpía en su cama dando brincos y reclamando el desayuno con alborozo. Y qué mejor despertar que aquel: ¿El estridente pitido de una alarma que obliga a apresurar un café amargo y trazar un delineador sobre una mirada agotada? No. Mucho mejor era abrir los ojos y encontrar a su pequeña estrella sonriendo al asomar el sol, anunciándole, con tumbos, una nueva jornada llena de posibilidades. Su hijo le había devuelto el sentido de la aventura que, tarde o temprano, la adultez roba a casi todos.
Después del desayuno y de recoger la casa, aprovechaban las horas en que el calor aún no apretaba demasiado para salir hacia el jardín real. Con suerte, pensaba Sandra, su pequeño, al corretear entre setos y fuentes, respirando la fragancia que los tilos desprendían en la humedad estival, caería en un sueño reparador que le permitiría a ella descansar un poco también. La energía desbordante de su hijo la mantenía exhausta, con unas permanentes ojeras que disimulaba con corrector.
Aquella mañana de agosto, el calor y la humedad eran aletargadores, pesaba respirar. Sandra se sentía más cansada de lo habitual; sus pies no querían caminar, sino arrastrarse, y de vez en cuando tenía que detenerse para tomar aire. La atmósfera parecía densa, impregnada no solo del aroma exuberante de la vegetación, sino también del verdor húmedo que el río exhalaba en verano al atravesar el valle. Todo tenía un aire de extrañeza, como si el mundo se percibiera a través de un velo difuso. Al pasar junto a un banco de madera con respaldo, Sandra aprovechó para sentarse mientras su pequeño jugaba, restregando un palito contra la tierra seca. De pronto, el niño tropezó con las raíces someras de un plátano de sombra y, con la fascinación del asombro infantil, exclamó:
—¡¡Mamá, mira!! ¡¡Este árbol tiene una nariz y una boca!!
Sandra sonrió con nostalgia y abrió los brazos para recibirlo.
—¿Sabías que la abuela, cuando yo era niña, me contaba que por esa nariz los duendes que viven dentro del árbol pueden oler a todos los niños que pasan cerca? —dijo, con un brillo travieso en la voz.
—¿Y por qué, mamá? —preguntó el niño, llevándose un dedo a la boca.
—Porque por esa boca grande que ves ahí, junto a la nariz, aspiran a todos los niños que no obedecen a sus papás y a sus mamás, igual que la aspiradora que tenemos en casa.
El rostro de Pablo palideció de inmediato. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y, al contemplar su expresión aterrada, Sandra sintió una punzada de culpa. Había asustado a su hijo. «¡En qué estaba pensando!» se recriminó, mientras intentaba consolar la llantina espontánea de su pequeño, estrechándolo contra su pecho. ¡Qué crueldad asustar así a una criatura! Se sintió la peor madre del mundo. No solo mala madre, sino mala persona. Había traicionado el código de la crianza respetuosa que tanto se había esforzado en seguir.
Tras unos minutos de mimos y susurros, el niño se calmó. Sandra lo sentó en el banco y le acarició el cabello.
—Espera aquí, voy a buscar la botella de agua.
Se levantó, se agachó para sacarla del carrito y, al incorporarse, su hijo ya no estaba.
—¿Pablo? —llamó, sorprendida, mientras barría con la mirada los alrededores.
Al no verle ni oír respuesta, un grito desgarrador gritó de us pecho:
—¡¡¡¿¿Paaaaabloooooo??!!!
El jardín entero pareció quedar en suspensión. Ni el más leve susurro de hojas rompía el silencio sofocante. Con el miedo trepándole por la garganta, Sandra miró el árbol de raíces misteriosas, lo rodeó, escudriñó los setos cercanos y, entonces, algo se movió entre las ramas secas. Se acercó de un salto y vio, fugazmente, una figura de piel verde, de la estatura de su hijo, alejándose a brincos.
Un escalofrío recorrió su cuerpo.
—Pablo, hijo —balbuceó, casi sollozando, mientras rescataba a su pequeño de entre las ramas secas—. Mamá te dijo que te quedaras ahí.
Lo observó: tenía arañazos en los brazos, un agujero en la camiseta, manchas de tierra en la cara y algo de arenilla en la boca. Le sacudió el polvo de los pantalones y preguntó:
—Pero ¿qué ha pasado? Mira cómo te has puesto...
El niño, afectado, la miró fijamente.
—Un niño de color verde me ha empujado, mamá. Y se fue por allí —dijo, señalando con su dedito hacia el punto exacto donde Sandra había visto desaparecer a la criatura.
Luego, con el mismo gesto de antes, se llevó el dedo a la boca y, sin apartar la mirada del horizonte, preguntó:
—Mamá, ¿es eso un duende?
Texto y fotografía: María Reino.
Me gusta el ambiente atemporal impregnado de magia en el que madre e hijo buscan el refresco de los rigores veraniegos plenos de buen ánimo tras el despertar de un nuevo día. También la imagen del misterioso árbol, habitado por verdes duendecillos, que succiona a los niños desobedientes aunque felizmente ingenuos e inocentes. Bonito, como tú, bonita!
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario. Me alegro de que te haya gustado.
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