7/31/2025

La flor de la pasión

 



En un lugar de fértiles lomas solían labrar felices los hombres que habitaban aquellas tierras. Con sus azadas abrían zanjas que semillaban justo antes de que llegara una joven sobre el alegre trote de un caballo blanco que no tocaba tierra, sino que, con sus cascos, tamborileaba por los aires un ritmo primaveral, anunciando un nuevo resurgir, una nueva vida; trayendo tras ella una fina lluvia que empapaba los campos labrados y sembrados, avivando la abundancia de todo lo que los hombres allí cultivaban. Aquellas eran unas tierras abundantes, aquellas tierras eran un vergel. Aquella tierra era el Edén.

Con el verano llegaba una mujer sobre un caballo alazán. Este sí que venía galopando con fuerza. Cada galope retumbaba fuertemente sobre la tierra, y la tierra vibraba como la piel de un tambor medicinal, acalorando los corazones de todos sus moradores. Con cada galopada, lo ya listo para recolectar se medio desarraigaba para hacer la labor menos laboriosa a los hombres de aquel lugar.

Con la caída de las hojas, y siempre en una noche de luna llena, una mujer de cabellos entrecanos venía al paso sobre una yegua de plata. Con ella llegaban los días más cortos e, incluso, algunos grises, con lluvias tristes. Y la morriña estacional se acompañaba de uvas con queso, porque siempre sabían a besos.

En los días de luz más pálida, y siempre en una noche de luna nueva, la oscura dama de blancos cabellos y penetrante mirada llegaba cabalgando un corcel tan negro como las largas noches del frío invierno. Nunca se la sentía llegar. Llegaba silenciosa como el vuelo de una lechuza. Ella en sí era silenciosa, como las sombras que acechan a las almas hambrientas y sedientas. Había que tener cuidado con ella, porque vestía una capa que escondía la negrura de otros rincones del mundo y con la que podría cubrir aquellas abundantes lomas, sometiéndolas a un silencio devastador. Era tal su poder que, si quisiera, podría tornar aquel vergel en un lugar tan lóbrego como el inframundo más inmundo. Hasta las almas más descarriadas huían de ella, y las más curiosas se mostraban recatadas.

Pero se cuenta que en esta tierra crecía con facilidad, y solo en ciertas casas, una flor peculiar: la pasiflora. Las sabias del lugar, las de alma vieja, contaban que si un niño o una niña nacía en un día primaveral en el que la luna lucía en cuarto creciente, este o esta tendría una misión de vida tan elaborada como la apariencia de la flor de la pasión. Y es que, en aquellas casas en las que este niño o niña encarnaba, su alma llegaba con una misión de tanta labor para con su linaje que, a veces, se sentía como una obra ingenieril.

Hoy en día, hay quienes cuentan que, antiguamente, las mujeres de aquellas tierras recolectaban cuidadosamente las flores de la pasión mientras cantaban, con el fin de preservarlas mejor. Por lo visto, esta flor protegía al alma de la negrura y lo oscuro de las sombras que nadie desea en su interior. Cuando el invierno invadía y la oscuridad envolvía aquellas lomas durante largas horas al día, la presencia de esta flor preservada en tarros de cristal acompañaba a aquellas gentes en sus hogares, protegiendo sus almas del poder de la anciana, oscura y silenciosa como una invernal noche sin luna.

En tiempos pretéritos, cuando la gente se solía reunir para escuchar, se contaba que esta flor, además, tenía otro poder especial: era remedio para las mujeres a las que les costaba mucho dilatar. Se decía que si ponías una flor de pasiflora sobre el pecho de una mujer parturienta, el parto se hacía más llevadero; y si paría en invierno, se ponía la flor preservada en un tarro de cristal cerca, ya que la energía que emitía ayudaba a la mujer que paría.
 
Todo esto conllevaba una ceremonia en la que se rendía culto a lo sagrado de traer un ser humano a este mundo, y de la que se encargaban, claro está, las mujeres con sus cantos y melodías. Porque ya se sabe que quien canta, el mal espanta. Incluso hay quien cuenta que la flor de la pasiflora tenía su propia melodía, y que, en otros tiempos aun más lejanos, la gente la mentaba tan solo entonando su canto.
 
Pero no creáis que solo la pasiflora tiene su propia música: todo en este mundo la tiene.¿Conoces tú la tuya? ¿Sabes cómo suena? 


Musicales abrazos, 
María Reino



Manu vive en un vergel. La tarde que llegué a su tierra, lo primero que hizo fue mostrarme sus árboles frutales, las vides, el huerto y el invernadero. Aquí me quedé maravillada con una flor que nunca antes había visto y que me dejó fascinada: la flor de la pasión, o pasiflora. Tiene un aire de extraterrestre. Podéis ver la flor en detalle más abajo, en una foto que hice durante mi estancia.

Este cuento aborda temas importantes. Con mis narraciones, me gusta despertar en el lector el pensamiento imaginativo; soy de la convicción de que es en la imaginación donde se halla la más bella libertad del ser humano, pues la capacidad de imaginar y de soñar nunca se nos podrá arrebatar. Eso sí, hay que trabajarla, como quien va al gimnasio: si no, se atrofia… y luego se queda el alma seca, y se queja. ¡Vaya si se queja! Como las articulaciones cuando dejamos de hacer ejercicio físico.







7/11/2025

Vecinas y amigas

 


Esta es la historia de una soltera de veintilargos años que vivió en una ciudad alemana con alegre bullicio en la Europa del charlestón. Esta mujer solía entretenerse mirando el ajetreo del exterior por el ventanal de su salón de señorita aburguesada, pero lo que más le gustaba hacer era escuchar música de un gramófono que había heredado de su familia. Pasaba largos ratos sentada en su butaca, tapizada en tela marrón lisa, mientras entreveía desdibujado el alboroto de la calle a través de los visillos. También se divertía mucho practicando los pasos de las canciones de moda que retransmitían por la radio. Era común que el vecino de abajo aporrease su puerta, quejándose de su continuo zapateo. Ella entreabría lo justo la puerta, simulando una sonrisa de estar avergonzada, se disculpaba, cerraba la puerta, se descalzaba y continuaba con su enérgico bailoteo. Era una mujer vital, y en su casa se respiraba un aire de antigüedad que venía de los pocos muebles que decoraban su hogar: unos enseres familiares que tenían el sorprendente poder de ahuyentar la sensación de soledad. Le gustaba también escuchar historias por la radio, y noticias de vez en cuando. Vivía muy a gusto en su piso, sin más compañía que ella misma.  


Por suerte, la joven de nuestra historia tenía una vecina que vivía unos pisos más arriba. De no haber sido por esta, otra muchacha de su misma edad que trabajaba como enfermera en un hospital, ella solo habría salido a la calle lo justo y necesario; el tiempo volaba junto a su gramófono y aquel gran invento de entonces que resultó ser la radio, y que enseguida colonizó los hogares de aquellos años. Alguna tarde, ambas vecinas solían ir a pasear y a tomar un helado, aunque también se divertían haciendo las travesuras típicas de las jóvenes su edad. Reían mucho. Incluso iban a bailar a los locales de moda de la ciudad, sin más compromiso que el de pasarlo bien. Al fin y al cabo, aquellos fueron los felices años 20. Disfrutaban mucho juntas. Y, a la noche, como dos cenicientas, cuando regresaban al portal del edificio que compartían, se despedían y cada una regresaba a su hogar, sin más.


Pero una tarde, la señorita burguesa del segundo piso se extrañó de que su vecina no hubiera  bajado a buscarla en toda la semana. Aquel día, ya desde por la mañana, la música de su gramófono había sonado diferente, menos evocadora y más rutinaria; el parloteo de la radio le había aburrido inmensamente, y los pasos de su baile favorito no terminaban de salir. Cuando cayó la tarde, algo la movió a coger un antiguo quinqué y a visitar a su vecina. 


Según se vio sola en la penumbra del rellano, sintió cómo la aventura le recorría las entrañas. La potencia de los apliques de pared de las escaleras era pobre. Avanzó con su quinqué. Disipaba la penumbra envolvente en cada escalón que subía y descubriendo, a cada paso, ignotas partes de un edificio que ella también habitaba. Se sentía como una exploradora: con la luz que portaba se internaba en nuevas sombras, que se abrían y cerraban en cada ascenso. Una nueva y ligera tensión se había apoderado de su cuerpo; incluso había empezado a caminar de puntillas sin darse cuenta, mientras ladeaba ligeramente su espalda hacia la pared de la escalera. Su andar sigiloso no quería perturbar, aunque no sabía muy bien a quién o a qué. Aquel silencio del hueco de las escaleras no olía a nada; quizá porque ya era de noche. 


Cuando alcanzó la cuarta planta, confundida, se paró en el descansillo: no se esperaba que hubiera dos puertas. ¿Cuál era su puerta? ¿Quién vivía en la otra? En aquella planta sintió que se encontraba en un territorio aún más desconocido. Esta vez, un nerviosismo se le agarró a las tripas. Una de las puertas estaba ligeramente entreabierta. Se acercó. Se acercó a esa puerta, impulsada por un tipo de curiosidad incorregible en ella. Empujó tímidamente la puerta y, enseguida, un olor atalcado, que reconoció fácilmente, le invitó a pasar. 


Según entró percibió mucho desorden y a su vecina tendida en el suelo, inerte, al lado de una mesa y una silla volcada. Permaneció inmóvil, paralizada, sin saber muy bien qué hacer, hasta que un sudor frío en su pecho y rostro la impulsó a abalanzarse sobre ella para descubrir que ya estaba muerta. Quiso gritar —no sabía muy bien si por el espanto que sentía o para pedir ayuda, o quizá ambas cosas—, pero no pudo: la voz quedó ahogada en un llanto, el shock y la sensación de incredulidad; no fue capaz de gritar, ni siquiera de articular palabra. 


Se sintió muy mal consigo misma, no sabía cuánto tiempo Frieda llevaba allí, sola, tendida en el suelo, muerta. No sabía qué le podía haber pasado, si siquiera llegó a pedir ayuda. Miró a su alrededor para tratar de encontrar alguna explicación y, entre el desorden, su mirada se posó sobre una repisa en la que lucían algunos objetos que hablaban de ambas: posavasos de los bares que frecuentaban, la cucharita de algún helado que habían tomado juntas, varias chapas de refrescos que habían compartido e incluso los tickets de las entradas de los locales de baile en donde se habían divertido de lo lindo bailando con otros chicos de su edad. Y digo que lucían porque Bertha observó que, dentro del desorden que imperaba en el apartamento, estas eran las únicas cosas que mostraban un orden sobre aquel estante. Bajó de nuevo su mirada y volvió a verla allí, muerta, con su semblante delicadamente atalcado, típico de ella. Pero no sabría decir cuánto tiempo Frieda llevaría así. Se sintió aun peor. Al contemplarla bajo la luz de su antiguo quinqué, la percibió extraña, ajena a ella, como si no la conocería de nada. ¿Quién era? ¿Tenía familia a la que contactar? Se dio cuenta de que, en realidad, no la conocía, y, además, no tenía nada tangible de su relación con ella. 


Ahora solo quedaban los recuerdos. 


Bertha regresó a sus días de gramófono, radio y butaca en el salón, con vistas a una de las  principales arterias de la ciudad. La muerte de Frieda coincidió tristemente con el inicio del invierno. El panorama que se pintaba al otro lado del ventanal ya no era el mismo. Había días en los que no hubiera sido capaz de afirmar en qué lado de los cristales la realidad era más anodina. Fuera, la vida más cercana mostraba las ramas calladas de unos árboles que acumularon escarcha y nieve durante largas semanas. La soledad tornó solitaria. Seguía respirando los aires antiguos que habitaban su hogar, pero aquel invierno los comenzó a sentir rancios y obsoletos. Echaba de menos las risas, los sabores al dulce de los helados, lo burbujeante de los refrescos y los alocados pasos de baile con los chicos en los clubes nocturnos. Los meses de oscuridad fría trajeron su manto de estufa, sopa de guisantes y pan de jengibre. Los días pasaron cortos y las noches muy largas, y el arrepentimiento cabalgó a sus anchas. ¿Quién había sido Frieda? ¿Por qué nunca sintió interés en llamar a su puerta? Allí, ella, ahora solitaria, había vivido una vida cómoda, heredada, sin problemas, superficial; y sin todo esto, pensó, ¿quién, incluso, era ella misma?


El tiempo pasó, como todo pasa, y los rayos del sol de la incipiente primavera comenzaron a ruborizar tímidamente las nubes del atardecer. Las ramas de los árboles despuntaron sus jóvenes verdes y la música de la radio anunció nuevos pasos a bailar. 


Y un día, alguien llamó a la puerta. 


Era una muchacha de su misma edad con aires cosmopolitas, la cara muy alegre y una expresión desinhibida, que se presentó como su nueva vecina. Sorprendida, Bertha sonrió de nuevo, y al hacerlo sintió una sensación de alegría en los ojos. Aquella mujer era como una aparición. Bertha ya no dudó en querer saber.


Los meses pasaron y ambas entablaron una cómplice sororidad. Y el resto ya os lo podéis imaginar: ambas pasearon, saborearon ricos helados y modernos refrescos, rieron y bailaron alegres el charlestón… además de compartir todas esas confidencias que solo las amigas se confían entre sí, y con nadie más. 


Con caluroso afecto,


María Reino



Este cuento está inspirado en unas escaleras reales. Un día, mi amiga Pilar me envió un mensaje acompañado de unas fotos que había tomado en el interior de un edificio madrileño. El mensaje decía: “Estas escaleras bien merecen un cuento…”.  Me quedé con la copla. Y como soy tejedora de imágenes y palabras, algo en mí despertó. Días después, fui a visitar aquel interior. Quise respirar el aire suspendido en sus peldaños, dejar que las paredes me susurraran y que la inspiración germinara en mí, como florece lo invisible cuando se lo escucha en el silencio.

    Así nació este relato que habéis leído y que deseo haya acariciado alguna parte de vuestro imaginario.

    Abajo podéis ver una fotografía que tomé durante aquella visita al interior del edificio situado en la calle José Abascal.




7/02/2025

La mar

 


Allá: paraíso en la mar, con sus conchas, peces, algas y deidades marinas. Miles de seres aguardando. Pero, ¿a qué?


—A que los descubras y hables con ellos, a que los sigas por ese cielo invertido que también es oscuro y cambiante, y donde lo cambiante ocurre al son de la marea más distante.

—¿Qué me traes, ola? ¿Qué me traes hoy de nublado de día?

—Una barca con remos, para que navegues por la ancha mar sin vacilar; para que sigas tu camino por esta amplitud y vasta mar.

—¿Y qué haré cuando me sienta perdida bajo el sol abrasador?

—Simplemente admira la sonrisa del sol sobre las crestas del agua al pasar, y saluda a aquellos peces que recorren largas travesías sin desesperar por hallar alimento que sí les nutrirá.

—Pero yo aquí no encuentro alimento.

—Sí que lo tienes, y mucho. Es uno de plenitud y abundancia. Solo tienes que mirar hacia abajo, y verás el mundo que se abre bajo tu barca.


Mar serena, que anuncia tormenta en la distancia y que me encuentra dormida en la mañana. Mar serena, antes secuestrada por miles de sombras que, no manifiestas, descifraban un camino no querido, y no del todo convencido. Mar serena, reflejo de estrellas en la noche, y víctima de cielos perturbadores y lucha maldiciente. Mar querida, siempre eterna y valiente, hogar de Ulises y otros navegantes, portadora de piratas y aventureros sin madre ni hogar. Mar injusta, cuando tornas desagradecida a la paz traída sobre orilla de playa de arena fina. Mar en la frontera, mar enloquecida, mar brava: ahora sí y después quién sabe. Mar cambiante. Mar asesina de lo que ya no tiene lugar.


Mar distante, y mar cercana cuando de mí esperas cierto talante. Hogar de amantes y de secretos en tus profundidades. Mar de plata en noches de luna llena, y oscura cuando aquella se oculta. 

        Cáliz de arenas y de aguas de luna, que iluminas mi sendero a la hora del lucero.


María Reino
En la Costa de la Luz 
(ocho años después)



Mamá Pata

La señora Pata se disponía a pagar su compra del día en el supermercado de su barrio. La cajera, una joven casi treintañera con ademanes aún...