11/26/2025

Mamá Pata



La señora Pata se disponía a pagar su compra del día en el supermercado de su barrio. La cajera, una joven casi treintañera con ademanes aún adolescentes, siempre la miraba como si no quisiera verla, orientando su mirada vaga hacia los artículos de compra que pasaban por la pantalla del escáner de código de barras del TPV. Pasar por caja era complicado: el hueco entre las dos líneas era estrecho y resultaba aún más angosto para la señora Pata. Su contoneante caminar provocaba que sus alas chocaran con las estructuras de pago de gris metalizado. Tampoco era fácil manejarse con el monedero. La señora Pata tenía una torpe psicomotricidad fina en las plumas de sus alas, con las que debía arreglárselas para rebuscar los pequeños y condenados céntimos que solían esconderse en los rincones de su vieja y ajada cartera. Las pobres monedas solían terminar rodando por el suelo una vez conseguían salir de su monedero, haciendo que la cajera tuviera que agacharse y fijar su atención en algo más concreto. Todos los días se repetía la misma historia. Para la cajera, una cruz.

La señora Pata, debido a su peculiaridad zoomórfica, tenía el privilegio de poder estacionar su vehículo en una plaza delimitada por rayas azules sobre la calzada, justo en la desembocadura de la rampa que facilitaba el acceso al supermercado. Su vehículo, ligero y blanco como su plumaje, destacaba entre los demás del barrio. Se asemejaba a un jeep militar tipo Willys: sin puertas ni techo; era impensable para la señora Pata conducir un automóvil hermético. Ella necesitaba un interior con el suficiente espacio para que sus alas cupieran sin problema, alas que durante tantos años dieron cobijo a sus polluelos. Cuando arrancaba el motor y se ponía en marcha, las tres latas que llevaba enganchadas en la parte trasera de su vehículo provocaban un alboroto al ser arrastradas por toda la calzada, atrayendo las miradas malhumoradas de los demás conductores y viandantes. Aunque con el tiempo se habían acostumbrado a ver a un animal conducir su propio medio de transporte, aún no lograban sobrellevar la bronca que esta señora armaba cada vez que ponía una pata en la calle. Y es que, cada día, una vez la señora Pata dejaba la tienda con su compra, la encargada la veía marchar mientras sibilaba con compasión: «Pobre, qué mal lo lleva».

Cuando mamá Pata llegaba a casa, al entrar, como de costumbre, dejaba caer las llaves sobre el recibidor y pregonaba con cierta alegría:
—¡Ya estoy en casa! 

A continuación, se desanudaba del cuello el sombrero de rafia tipo gorro, que mantenía las cuatro plumas de su cabeza en cierto orden en la calle, dejaba la compra en la cocina y se ponía cómoda. Después se colocaba un básico para ella: un mandil a cuadros blancos y rojos que tenía colgado en la pared del pequeño cuarto dentro de la cocina, que hacía de despensa. Acto seguido,  guardaba con esmero las cuatro cosas que había comprado en la nevera. El resto del tiempo lo dedicaba a moverse por la casa como si tuviera una gran tarea del día que llevar a cabo, desplazándose por el largo y estrecho pasillo, migrando de una estancia a otra. Así transcurrían sus días mientras esperaba que, algún día, ellos regresaran.

Al caer la tarde, antes de echar las persianas, descorría los visillos y se abismaba durante un largo rato en el cielo del atardecer, preguntándose cuándo vendrían, entonando un afligido y largo «cua, cua» ante los cristales de la ventana, y dejando, por un breve lapso de tiempo, un poso de vaho sobre aquella transparente superficie. Sola, se iba a acostar. Y así, un día tras otro.

Las noches no eran fáciles. Era común que tuviera pesadillas, casi siempre la misma: una figura masculina sin faz se metía en su cama. Todo empezaba en las horas de mayor quietud. Una negra sombra, más oscura que la noche, se escurría por las rendijas de las persianas, atravesaba las ventanas, tomaba forma masculina y se deslizaba como una maldición entre las sábanas, escrutándola bajo su mandil a cuadros. Mamá Pata no quería, pero le era imposible resistirse. Una fuerza diabólica se apoderaba de ella, sucumbiendo a un gozo que siempre terminaba en un gran graznido, que recorría las entrañas del edificio en mitad del silencio de la noche. Entre jadeos, intentaba zafarse de este malhechor que, noche tras noche, manoseaba todo su cuerpo y se agarraba a sus caderas como si se fuera a acabar el mundo.

Cuando todo terminaba, mamá Pata se levantaba y, sin saber por qué, se dirigía a las habitaciones vacías de sus patitos. A oscuras, sudada y algo desplumada por la actividad en su cama, miraba aquellas otras camas en las que sus polluelos solían descansar. Tras comprobar que todo estaba en orden, o mejor dicho: como siempre, regresaba a su cuarto y volvía a acostarse tras tomar la segunda pastilla para dormir que siempre tenía a mano en su mesilla.

Pero antes de volver a quedarse dormida, una inquietud le incomodaba durante un rato: «Qué vergüenza, qué pensarán los vecinos». Ella no quería dar aquellos alaridos, pero era incapaz de ahogarlos. Sentía una necesidad imperiosa de hacerlos carne, de darlos una voz propia. Sin embargo, no podía evitar cuestionarse. Eso sí: sabía que no estaba loca. Lo que sentía era una soledad muy solitaria y un abandono. «Tener hijos pa’ esto» se decía para sus adentros. Y alguna vez volvió a levantarse para sentarse en un cojín ponehuevos que tenía en su sala de estar, a ver si por casualidad ponía algún otro; pero nada, la edad ya no se lo permitía.

Se levantaba al alba. Ventilaba la casa y arreglaba todas las camas, aunque solo la suya se hubiera deshecho. Luego, desayunaba, y, hacia el mediodía, salía a hacer su compra en su peculiar vehículo. Por supuesto, nunca salía de casa sin su sombrero tipo cofia, anudado con un lazo de raso a su barbilla. 

A menudo se cruzaba con el portero, barriendo la entrada o limpiando los cristales del portal. Solo por cortesía le daba los buenos días y decía cualquier cosa para evitar entrar en conversación, como por ejemplo: «Qué tarde se me está haciendo hoy» o «Adiós, qué prisa llevo». De esta forma, la señora Pata encontraba la manera más fácil de deslizarse entre el ascensor y la calle sin dar pie a recibir el mínimo comentario. Al fin y al cabo, el portero también vivía en su edificio.

Pero a veces la suerte le jugaba una mala pasada, porque se topaba con el cartero. Este era un hombre a punto de jubilarse, muy indiscreto y bastante bocazas. Con eso de que a veces llamaba a su puerta para entregar cierto tipo de correspondencia que requería firma, se creía con el derecho de husmear en su vida, metiendo las narices donde no le llamaban y haciendo preguntas inoportunas. Zafarse de este individuo en el portal no era tarea fácil: obviamente, él tenía razones para poder pararla. Con este personaje, la señora Pata optaba por dedicarle un gesto de indiferencia.

Una vez en la calle, la señora Pata se montaba en su vehículo, lo arrancaba y ponía rumbo al supermercado, arrastrando las latas enganchadas en su parte trasera, provocando un destartalado ruido que rebotaba en las fachadas mientras conducía. Nunca nadie se atrevió a preguntar sobre esas latas: todo el barrio sabía que era un tema tabú.

Una noche, en ese momento en el que mamá Pata tenía su recurrente pesadilla, quiso actuar con una voluntad propia pese al gozoso estremecimiento que sentía. Decidió, en mitad de esta paradójica angustia, interrumpir la pesadilla levantándose de la cama. Soñolienta, y parpando, se dirigió a su cojín ponehuevos. Algo muy fuerte presionaba su vulva por querer salir. Se sentó y comenzó a empujar, y de pronto allí apareció: un tremendo huevo de color negro. Nunca antes había puesto un huevo de semejante color; siempre habían sido blancos, como ella. Pavorosa, observó incrédula cómo el huevo comenzó a craquelarse hasta que finalmente apareció un ser. Fingiendo una emoción maternal, le dio la bienvenida a este mundo, retirando con su pico los restos de cáscara y pasando su lengua por el viscoso plumaje. Aquello, además de sucio y feo, estaba amargo y daba asco. Como no quiso mirarlo más, se levantó, regresó a su cama basculando, dolorida, y dejó aquello sobre el cojín, en medio del silencio y la oscuridad de la noche.

Fueron varias noches consecutivas en las que el extraño alumbramiento se repitió, y también varias mañanas en las que observó que el ser y los restos de cáscara habían desaparecido. Mamá Pata no quiso darle más vueltas; dio por hecho que la figura masculina que abusaba de ella se lo llevaba todo con él. Jamás le preguntó. Mamá Pata nunca quiso saber qué hacía con la amargura que paría en penumbra cada noche.

Lo que sí hizo, una mañana mientras se preparaba el desayuno, fue reparar en el siguiente día que aparecía marcado en el calendario. Aunque en un principio no se acordaba ni de cuándo ni  de por qué había señalado aquel día, tras su dosis de cafeína se espabiló y recordó: era el día en el que, ¡aleluya!, venían a visitarla.

¡No había tiempo que perder!

El esperado día llegó. Sin embargo, por la mañana, mamá Pata se sintió algo desubicada. Durante la noche, tras su pesadilla y la puesta del huevo negro, continuó soñando, esta vez algo nuevo, rarísimo. Soñó que, justo al amanecer, llegaba volando a una casa sin puertas ni ventanas, cruzando un estanque de aguas tranquilas. Creyó recordar que también se había levantado. Aquellos que sí habían salido de un huevo blanco habían llamado a su puerta. Les abrió y se alegró muchísimo de volver a verles. Hacía tanto tiempo… Les abrazó y besó con gran entusiasmo. Ellos le anunciaron que venían para llevarla a aquel lugar al que regresan las patas de su edad, el sitio al que siempre vuelven al final de la temporada.

Una ráfaga de aire entró entonces por la puerta y mamá Pata desplegó sus dos viejas alas blancas. Esta vez, sin necesidad de ponerse su sombrero tipo cofia, soltó la lazada que mantenía atado su mandil a cuadros y se elevó, más ligera que nunca, hacia ese cálido lugar al que las aves siempre migran.

María Reino


10/10/2025

El árbol, mi hermano

 




Ante mi ventana, suelo alzar la mirada y sentir un contento sosiego en mi pecho cuando contemplo las copas de los árboles en el azul del cielo. En este escrito quiero compartir lo que este cuadro del pintor del romanticismo español, Antonio Muñoz Degrain, me llevó a reflexionar al pararme frente a él.


Esta obra, Paisaje del Pardo tras la niebla (1866), se encuentra en el Museo del Prado y, hasta el próximo mes de enero, forma parte de una exposición temporal sobre este artista valenciano, en la que se exponen unas pocas pinturas más que ocupan una sala pequeña de la pinacoteca madrileña y universal.


El día que vi este paisaje no tenía pensado visitar esta exposición, tan solo quería ir al museo para volver a encontrar un equilibrio en mí tras pasar por una experiencia que me dejó con un destemple interior y un mal sabor de boca. Suelo acudir al arte, a la naturaleza y a la meditación para regresar a mí, a mi calor interno, mi armonía propia, mi hogar, y aquel día, ya que andaba cerca del Paseo del Prado, decidí entrar al museo. Por suerte, para ser domingo, no tuve que hacer mucha cola.


Desde que entré en la sala donde están expuestos los diez cuadros que forman parte de la muestra de la obra de Antonio Muñoz Degrain, me cautivaron el lirismo y lo evocativo de sus pinturas. Al pisar la sala 60 del edificio Villanueva, inesperadamente percibí un aire delicado, de la misma temperatura que mi piel, rozarme y susurrarme: «Ven, entra». Yo no me dejé llevar si no que algo en mí me llevó y yo voluntariamente lo seguí, y al adentrarme y posar mi mirada en lo que en esta estancia había, empecé a sentir los vibrantes tonos de los acordes cromáticos y a imaginar en sus atmósferas.


Frente a este paisaje, me quedé prendada de los tres o cuatro árboles que rigen casi el centro de la composición, especialmente del más alto, imponente, y de su reflejo desdibujado en las aguas quietas. Y me pareció muy curioso observar que tanto el jinete como el caballo dirigieran su mirada con atención hacia un mismo punto de la superficie del río, que coincidía con la imagen borrosa espejada de los árboles, como si hubiera algo; como si algo se hubiera caído al agua, me dio esa sensación. Me acordé entonces de Jaime, el hermano gemelo de Jesús, y pensé en mí también como gemela. Siento, a veces, que me caí de algún lugar. De hecho, nací con un chichón.


Hacía pocos días que había terminado de leer un libro muy interesante y breve sobre el gnosticismo (1) y los evangelios apócrifos (2); unos textos que durante mis años universitarios manejé sin llegar a conocer la dimensión de estas narraciones, y en las que muchos pintores y escultores se han inspirado para representar iconográficamente diferentes temas cristianos a lo largo de la historia del arte de nuestra era. Ya entonces, cuando era una universitaria, la iconografía que se inspiraba en los evangelios apócrifos me parecía mucho más interesante que las narraciones de los evangelios recogidos en la Biblia. Tras leer el libro, bueno y breve, que menciono al principio de este párrafo, entendí el porqué: por qué a mí me llamaban más la atención los temas iconográficos que bebían de las narraciones apócrifas. Y aunque ahora no venga al caso tirar de este hilo, aquella llamada se debía a mi forma de ser y a mi natural inclinación a no caminar por la vía ortodoxa. La vida y ese algo en mí que me invitó a visitar la sala 60 del Museo del Prado siempre me han llevado por caminos menos transitados, solitarios más bien, y peculiares.


«Cuando hagáis del dos uno…entraréis en el Reino», que se reza en el Evangelio de Tomás, es lo que yo vi en este paisaje del pintor valenciano al fijar mi atención en el árbol más alto, el protagonista, el que se yergue imponente con su copa hacia el cielo, el que respira con sus hojas el aire fresco de las eternas montañas del fondo, y el reflejo de la amalgama arbórea en el remanso inmóvil del río. Y es por ello que recordé a Jaime, porque vi que yo, la que planta su pisada sobre el barro de este mundo terrenal, soy un reflejo de un ser mayor, de una conciencia superior, como la del árbol más alto de este cuadro. Y al igual que las estrellas que se espejan en la noche sobre el agua de este río, mi conciencia superior también se espeja en mí, la de carne y hueso, pues en mí gobierna el agua de la vida.


Pero la yo que pisa sobre barro y tiene sed, ¿conoce a la otra Yo? No, pero la intuyo y la voy recordando gracias a ese algo en mí que me susurró en la pinacoteca. Y cada vez que me acerco al ser que, como el árbol, se yergue en mí, me convierto en un reflejo más nítido, aunque también, a veces, espejo algo borroso. Este vaivén lo vivo, en ocasiones, como un baile, y debería vivirlo siempre como un juego según se me aconsejó hace tiempo (3), pero otras veces, cuando me percibo borrosa, sufro y me pregunto si el hecho de que haya más o menos nubes en el cielo, y si estas son blancas, grises o azulonas, tiene algo que ver con la falta de claridad.


No creo ser la única persona que viva falta de claridad en algún momento de la vida, y tampoco me voy a fustigar por sufrir a veces, aunque lleve muchos años de trabajo personal. La vida me suele atravesar, ese algo en mí que me llevó a la sala 60 se abre, una y otra vez y de par en par, a todo; por eso percibo intensamente y siento, con frecuencia, que vivir esta realidad duele.


Pero hay que vivir, como predicaba el Don Manuel de Miguel de Unamuno en su San Manuel Bueno, mártir, aunque a veces la vida se sienta como una obligación y un batallar constante. Hay que tener la voluntad de vivir, de querer vivir, de desear vivir… Aunque desear, ya se sabe, y aún más siendo mujer, sea peligroso. Pero hay que vivir, y algún sentido tendrá que yo en estos tiempos haya encarnado como mujer y me llame María y no Jaime. 


María Zambrano escribió en una de sus obras que vivir es ir naciendo sin cesar. Mi experiencia de vida me lleva a enunciar que con cada dolor he tenido la oportunidad de nacer de nuevo a una Yo más auténtica, como el gran árbol que se yergue grandioso en este escenario terrenal, paisajístico, y que ahora cuelga de la pared de la sala 60 del Museo del Prado. La vida también me ha enseñado que nacer y morir son dos caras de la misma moneda, cuyo valor voy descubriendo a medida que muero en algo y nazco a algo. Renazco sin cesar y, paradójicamente, en este renacer constante voy despertando cada vez más a esta realidad en la que ya he recorrido más de la mitad del camino. Entiendo que la vida, que es un sueño, se despierta en mí.... y yo, de ella. 


Qué distinta lectura sería si Muñoz Degrain, en lugar de reflejar la copa de este gran árbol junto a la masa de verdes hojas de los otros árboles sobre el agua, hubiera estampado su sombra sobre la tierra… ¿Te has fijado alguna vez en tu sombra? ¿Cómo es? Y, ya puestos, ¿podrías imaginarte la sombra del Dios cristiano sobre la tierra que habitamos? Porque si estoy hecha a imagen y semejanza de este Dios, los árboles proyectan sombras sobre la tierra y, como es arriba, es abajo, puedo pensar que aquí, en la tierra, yo convivo también con la sombra de Dios. Tener una conciencia despierta implica también reconocer la sombra del árbol que soy.


Me gusta aprender sobre diferentes enseñanzas espirituales y, hace tiempo, en un libro de enseñanzas sufíes leí que «a la sombra de la cruz, se esconden los peores demonios» (4). Esta imagen me impactó mucho, y no pude negarla; de haberlo hecho, hubiera caído en un autoengaño, pues todo tiene su luz y su oscuridad, y reconocer ambos espectros como presencias es fundamental. Conocer tu luz y tu oscuridad es todo un trabajo de honestidad y humildad para con uno mismo, que se vertirá positivamente en ti y en los demás que te rodean. 


Quizá por esto, en el Padre Nuestro se termine rezando: «Mas líbranos del mal. Amén». Y que así sea: libértame del mal. ¿Quién?: yo, y ese algo en mí que me invitó a visitar la sala 60. Te recomiendo probar a decir «no» a lo que verdaderamente no quieres, ya verás qué liberación. Es lo paradójico de la vida: a muchos se nos ha enseñado que decir «no» es malo y decir «sí» es lo bueno, especialmente si has nacido mujer. Aunque, en verdad, manifestar claramente un no a lo que no queremos no es malo, pues de lo contrario te negarías a ti misma. Decir «no» y negar no son sinónimos; si niegas lo evidente, optas por engañarte, caes en la mentira, eliges vivir en la sombra y entonces los peores demonios se harán contigo.


Como María, manifiesto que ser una misma conlleva vivir con coraje. Es decir «no» a muchas cosas, es mirar de frente al desafío de ser mujer y honrar el ser porfiona, al mismo tiempo que trabajar por aquietar mis aguas para espejar la gran belleza del árbol que soy. Así que gracias a todos aquellos que me habéis forzado a pronunciar «no», porque gracias a este «no» soy más Yo y vivo con amor propio.


María Reino




«¡Hay que vivir!... a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma del pueblo de la aldea a perdernos en ellas para quedar en ellas». San Manuel Bueno, mártir, Miguel de Unamuno.




1. Forma espiritual de los siglos I y II d.C. que daba gran valor al conocimiento interior como camino de salvación.

2. Escritos que quedaron fuera del canon del Nuevo Testamento. No todos los evangelios apócrifos son gnósticos

3. Esto se puede leer en el cuento “La pluma de ángel sobre los elegidos” de mi libro: El cocodrilo y el mundo de lo intangible.

4. Fernández Muñoz, Manuel: 99 cuentos y enseñanzas sufíes. 








8/29/2025

Clavelina del pastor

 





Esta es la historia de una joven pastora que había llegado a este mundo con una sensibilidad especial. Nació una noche en la que la luna lucía azul, en el seno de una familia que se comunicaba en un lenguaje plano. Las mujeres de la aldea, desde que la vieron en la cuna, advirtieron que sus pies, manos y piel eran diferentes. La niña, Clavelina, cuando dio sus primeros pasos en este mundo, más que andar, empezó a danzar. Todos percibieron que sus pasos y gestos no eran aprendidos, sino algo que había venido con ella. Ninguno de aquella aldea supo que ese algo era un don, porque ellos hablaban otro idioma muy diferente, que no entendía de dones sino de pan, ovejas y quehaceres.


Clavelina siguió creciendo, y danzando. La miraban aún más raro cuando ella les preguntaba si no oían la música que ella danzaba. Como entonces era niña, unos pensaron que eran cosas de críos, pero otros dijeron, juzgando la tez de Clavelina, algo más morena que la del resto, que quizá  su lenguaje se debiera a los genes de la tatarabuela gitana, que, otra noche de luna azul, llegó a aquellas montañas bailando al ritmo de su pandereta.


Clavelina creció y, aunque la vistieron con el traje de zagala como a las demás y la enseñaron a cuidar de las ovejas, siguió danzando al ritmo de una melodía que solamente ella oía. Desde pronto aprendió a callar y a sentir la música aun más en su interior. Todos los demás la miraban embobados por cómo se movía, aunque se burlaran de ella cuando les compartía su danza del primer aroma de la temprana primavera. 


Cuando alcanzó cierta edad, sus padres la mandaron a pastorear las ovejas, y ella, por fin, pudo andar libre y sola por aquellas montañas. Y comenzó a danzar aún más. A Clavelina le encantaba imitar el gesto de los árboles y bailar el reclamo de las aves posadas sobre las ramas. Danzaba las formas extravagantes de las nubes pasajeras, el despertar de las flores en primavera, los brincos alegres de las ondinas y peces sobre el riachuelo en verano. Valseaba la caída de las hojas en otoño y el olor dulce de las castañas. Cabriolaba con los silfos la ventisca fría del invierno y acompasaba la respiración de la semilla durmiente, acogida bajo el manto de la Madre Tierra durante meses.


Pero un día fatigoso de verano, llegó a aquellas montañas un hombre con señorío a lomos de su caballo. Venía porque quería saber hasta dónde llegaban sus dominios, y al ver desde lo lejos a la zagala danzar entre las ovejas, no dudó en acercarse a ella. Se paró ante la muchacha, la escaneó como un lobo hambriento y deseó poseerla. Sin dilaciones y con voz déspota le preguntó:


—Muchacha, ¿dónde vives?


Clavelina, que nunca le había visto, de manera natural e inocente, le respondió que sus padres le habían enseñado a no hablar con desconocidos. El hombre, de ojos oscuros y penetrantes, continuó hablando a Clavelina, pero entonces ella solo reparó en la sombra que se estiraba tras su caballo, y un escalofrío le recorrió hasta el fondo del alma. Zaherida, Clavelina tornó muda y dejó de escuchar melodías. Sus ojos tristes irritaron a aquel hombre, que sobre su caballo terminó por imponerse, sacando su espada y asestándole un tajo en un muslo.


En shock, de pie y paralizada, se desangraba. Sus ojos se vidriaron, y en la mirada apareció una pregunta: ¿por qué? Él, al ver que no obtenía lo que quería, la remató con un segundo tajo en el otro muslo y abandonó. Abandonó sin más aquella pradera fértil, con su alargada sombra persiguiéndole.


Allí quedó el cuerpo de la muchacha sobre un charco de sangre, con sus ojos clavados en el cielo azul. El Cielo se horrorizó y las nubes blancas que por allí pasaban se juntaron y exprimieron un gran dolor. La tierra se empapó con la sangre roja de Clavelina y las aguas del cielo.

Su familia y demás aldeanos lamentaron su muerte profundamente. Con la ausencia de Clavelina sintieron algo que nunca antes habían sentido en sus vidas: un gran vacío, y fue por este vacío que echaron en falta la belleza que ella aportaba a sus vidas con esa rara sensibilidad que siempre señalaban. Pero Clavelina nunca desapareció; simplemente, y como todo, se transformó: los seres como ella nunca mueren, sino que mutan, porque tienen un don, y por eso el Cielo los ama y la Tierra los acoge. Desde entonces, todas las primaveras y veranos crecen unas bellas flores de color rosa intenso, cuyos pétalos tienen la forma del tutú de una bailarina, ese tutú que a ella siempre le hubiera gustado tener y que se le negó por expresarse en otro idioma.


Y así es como pudieron por siempre recordar a Clavelina y tenerla presente en sus vidas. Y de aquel supuesto señor a caballo, perseguido por su sombra, no se volvió a saber más. Nadie quiso saber nada más, y así bien está. 


Con cariño,


María Reino



Este verano tuve el gozo de pasar, por primera vez, unos días en Somiedo (Asturias), y el lujo de tener como guía a mi amiga Laura, una mujer poderosa y muy generosa que, con un orgullo maternal, me presentó este que ahora es su hogar, y me condujo por aquellas montañas, mostrándome rincones mágicos.

Contemplar las montañas de Somiedo fue una experiencia apabullante, que me dejaba sin habla. Allí, la alianza de lo sublime y lo agreste resultaba natural y profundamente conmovedora.

Hice muchas fotos, entre ellas a la flor Dianthus monspessanus, cuyo nombre evoca lo divino. Se la conoce comúnmente como clavelina del pastor, de montaña o silvestre. Cuando la vi por primera vez, sola entre lo agreste, no pude evitar ruborizarme ante su belleza y valentía de crecer como lo hace. Sus pétalos laciniados, o deshilachados, me recordaron, además, a las bailarinas etéreas de las pinturas de Degas.

Muchas gracias, Laura, por tu hospitalidad y buen guiar. 









Imágenes: 
1. Foto: Clavelina del pastor
2. La estrella, Edgar Degas. c.1876-1877
3. Foto: yo contemplando la grandeza de las montañas de Somiedo. 


Yo, con “Petit Poucet” de Ma Mère l’Oye (Mi madre, la oca) de Ravel, en su comienzo, me imagino el instante en que la luz azul de la luna desciende sobre Clavelina al nacer: suave, capa a capa, portando un misterio invisible. Esa luminiscencia permanece danzando alrededor de su cuna, envolviéndola en lo único y delicado que trae consigo al llegar a este mundo.

    También podéis acompañar este cuento con algunas otras composiciones que os recomiendo:

Prélude à l’après-midi d’un faune – Claude Debussy
Ma Mère l’Oye – Maurice Ravel, especialmente “Pavane de la Belle au bois dormant”, “Petit Poucet” y “Laideronnette, impératrice des Pagodes”

- Ma Mère l’Oye (Mi madre, la oca):
    - Pavane de la Belle au bois dormant (Pavana de la Bella Durmiente)
    - Petit Poucet (Pulgarcito)
    - Laideronnette, impératrice des Pagodes (Niñita fea, Emperatriz de las Pagodas)
Prélude à l’après-midi d’un faune (Preludio a la siesta de un fauno).


**También podéis escuchar el cuento aquí: Clavelina del pastor



7/31/2025

La flor de la pasión

 



En un lugar de fértiles lomas solían labrar felices los hombres que habitaban aquellas tierras. Con sus azadas abrían zanjas que semillaban justo antes de que llegara una joven sobre el alegre trote de un caballo blanco que no tocaba tierra, sino que, con sus cascos, tamborileaba por los aires un ritmo primaveral, anunciando un nuevo resurgir, una nueva vida; trayendo tras ella una fina lluvia que empapaba los campos labrados y sembrados, avivando la abundancia de todo lo que los hombres allí cultivaban. Aquellas eran unas tierras abundantes, aquellas tierras eran un vergel. Aquella tierra era el Edén.

Con el verano llegaba una mujer sobre un caballo alazán. Este sí que venía galopando con fuerza. Cada galope retumbaba fuertemente sobre la tierra, y la tierra vibraba como la piel de un tambor medicinal, acalorando los corazones de todos sus moradores. Con cada galopada, lo ya listo para recolectar se medio desarraigaba para hacer la labor menos laboriosa a los hombres de aquel lugar.

Con la caída de las hojas, y siempre en una noche de luna llena, una mujer de cabellos entrecanos venía al paso sobre una yegua de plata. Con ella llegaban los días más cortos e, incluso, algunos grises, con lluvias tristes. Y la morriña estacional se acompañaba de uvas con queso, porque siempre sabían a besos.

En los días de luz más pálida, y siempre en una noche de luna nueva, la oscura dama de blancos cabellos y penetrante mirada llegaba cabalgando un corcel tan negro como las largas noches del frío invierno. Nunca se la sentía llegar. Llegaba silenciosa como el vuelo de una lechuza. Ella en sí era silenciosa, como las sombras que acechan a las almas hambrientas y sedientas. Había que tener cuidado con ella, porque vestía una capa que escondía la negrura de otros rincones del mundo y con la que podría cubrir aquellas abundantes lomas, sometiéndolas a un silencio devastador. Era tal su poder que, si quisiera, podría tornar aquel vergel en un lugar tan lóbrego como el inframundo más inmundo. Hasta las almas más descarriadas huían de ella, y las más curiosas se mostraban recatadas.

Pero se cuenta que en esta tierra crecía con facilidad, y solo en ciertas casas, una flor peculiar: la pasiflora. Las sabias del lugar, las de alma vieja, contaban que si un niño o una niña nacía en un día primaveral en el que la luna lucía en cuarto creciente, este o esta tendría una misión de vida tan elaborada como la apariencia de la flor de la pasión. Y es que, en aquellas casas en las que este niño o niña encarnaba, su alma llegaba con una misión de tanta labor para con su linaje que, a veces, se sentía como una obra ingenieril.

Hoy en día, hay quienes cuentan que, antiguamente, las mujeres de aquellas tierras recolectaban cuidadosamente las flores de la pasión mientras cantaban, con el fin de preservarlas mejor. Por lo visto, esta flor protegía al alma de la negrura y lo oscuro de las sombras que nadie desea en su interior. Cuando el invierno invadía y la oscuridad envolvía aquellas lomas durante largas horas al día, la presencia de esta flor preservada en tarros de cristal acompañaba a aquellas gentes en sus hogares, protegiendo sus almas del poder de la anciana, oscura y silenciosa como una invernal noche sin luna.

En tiempos pretéritos, cuando la gente se solía reunir para escuchar, se contaba que esta flor, además, tenía otro poder especial: era remedio para las mujeres a las que les costaba mucho dilatar. Se decía que si ponías una flor de pasiflora sobre el pecho de una mujer parturienta, el parto se hacía más llevadero; y si paría en invierno, se ponía la flor preservada en un tarro de cristal cerca, ya que la energía que emitía ayudaba a la mujer que paría.
 
Todo esto conllevaba una ceremonia en la que se rendía culto a lo sagrado de traer un ser humano a este mundo, y de la que se encargaban, claro está, las mujeres con sus cantos y melodías. Porque ya se sabe que quien canta, el mal espanta. Incluso hay quien cuenta que la flor de la pasiflora tenía su propia melodía, y que, en otros tiempos aun más lejanos, la gente la mentaba tan solo entonando su canto.
 
Pero no creáis que solo la pasiflora tiene su propia música: todo en este mundo la tiene.¿Conoces tú la tuya? ¿Sabes cómo suena? 


Musicales abrazos, 
María Reino



Manu vive en un vergel. La tarde que llegué a su tierra, lo primero que hizo fue mostrarme sus árboles frutales, las vides, el huerto y el invernadero. Aquí me quedé maravillada con una flor que nunca antes había visto y que me dejó fascinada: la flor de la pasión, o pasiflora. Tiene un aire de extraterrestre. Podéis ver la flor en detalle más abajo, en una foto que hice durante mi estancia.

Este cuento aborda temas importantes. Con mis narraciones, me gusta despertar en el lector el pensamiento imaginativo; soy de la convicción de que es en la imaginación donde se halla la más bella libertad del ser humano, pues la capacidad de imaginar y de soñar nunca se nos podrá arrebatar. Eso sí, hay que trabajarla, como quien va al gimnasio: si no, se atrofia… y luego se queda el alma seca, y se queja. ¡Vaya si se queja! Como las articulaciones cuando dejamos de hacer ejercicio físico.







7/11/2025

Vecinas y amigas

 


Esta es la historia de una soltera de veintilargos años que vivió en una ciudad alemana con alegre bullicio en la Europa del charlestón. Esta mujer solía entretenerse mirando el ajetreo del exterior por el ventanal de su salón de señorita aburguesada, pero lo que más le gustaba hacer era escuchar música de un gramófono que había heredado de su familia. Pasaba largos ratos sentada en su butaca, tapizada en tela marrón lisa, mientras entreveía desdibujado el alboroto de la calle a través de los visillos. También se divertía mucho practicando los pasos de las canciones de moda que retransmitían por la radio. Era común que el vecino de abajo aporrease su puerta, quejándose de su continuo zapateo. Ella entreabría lo justo la puerta, simulando una sonrisa de estar avergonzada, se disculpaba, cerraba la puerta, se descalzaba y continuaba con su enérgico bailoteo. Era una mujer vital, y en su casa se respiraba un aire de antigüedad que venía de los pocos muebles que decoraban su hogar: unos enseres familiares que tenían el sorprendente poder de ahuyentar la sensación de soledad. Le gustaba también escuchar historias por la radio, y noticias de vez en cuando. Vivía muy a gusto en su piso, sin más compañía que ella misma.  


Por suerte, la joven de nuestra historia tenía una vecina que vivía unos pisos más arriba. De no haber sido por esta, otra muchacha de su misma edad que trabajaba como enfermera en un hospital, ella solo habría salido a la calle lo justo y necesario; el tiempo volaba junto a su gramófono y aquel gran invento de entonces que resultó ser la radio, y que enseguida colonizó los hogares de aquellos años. Alguna tarde, ambas vecinas solían ir a pasear y a tomar un helado, aunque también se divertían haciendo las travesuras típicas de las jóvenes su edad. Reían mucho. Incluso iban a bailar a los locales de moda de la ciudad, sin más compromiso que el de pasarlo bien. Al fin y al cabo, aquellos fueron los felices años 20. Disfrutaban mucho juntas. Y, a la noche, como dos cenicientas, cuando regresaban al portal del edificio que compartían, se despedían y cada una regresaba a su hogar, sin más.


Pero una tarde, la señorita burguesa del segundo piso se extrañó de que su vecina no hubiera  bajado a buscarla en toda la semana. Aquel día, ya desde por la mañana, la música de su gramófono había sonado diferente, menos evocadora y más rutinaria; el parloteo de la radio le había aburrido inmensamente, y los pasos de su baile favorito no terminaban de salir. Cuando cayó la tarde, algo la movió a coger un antiguo quinqué y a visitar a su vecina. 


Según se vio sola en la penumbra del rellano, sintió cómo la aventura le recorría las entrañas. La potencia de los apliques de pared de las escaleras era pobre. Avanzó con su quinqué. Disipaba la penumbra envolvente en cada escalón que subía y descubriendo, a cada paso, ignotas partes de un edificio que ella también habitaba. Se sentía como una exploradora: con la luz que portaba se internaba en nuevas sombras, que se abrían y cerraban en cada ascenso. Una nueva y ligera tensión se había apoderado de su cuerpo; incluso había empezado a caminar de puntillas sin darse cuenta, mientras ladeaba ligeramente su espalda hacia la pared de la escalera. Su andar sigiloso no quería perturbar, aunque no sabía muy bien a quién o a qué. Aquel silencio del hueco de las escaleras no olía a nada; quizá porque ya era de noche. 


Cuando alcanzó la cuarta planta, confundida, se paró en el descansillo: no se esperaba que hubiera dos puertas. ¿Cuál era su puerta? ¿Quién vivía en la otra? En aquella planta sintió que se encontraba en un territorio aún más desconocido. Esta vez, un nerviosismo se le agarró a las tripas. Una de las puertas estaba ligeramente entreabierta. Se acercó. Se acercó a esa puerta, impulsada por un tipo de curiosidad incorregible en ella. Empujó tímidamente la puerta y, enseguida, un olor atalcado, que reconoció fácilmente, le invitó a pasar. 


Según entró percibió mucho desorden y a su vecina tendida en el suelo, inerte, al lado de una mesa y una silla volcada. Permaneció inmóvil, paralizada, sin saber muy bien qué hacer, hasta que un sudor frío en su pecho y rostro la impulsó a abalanzarse sobre ella para descubrir que ya estaba muerta. Quiso gritar —no sabía muy bien si por el espanto que sentía o para pedir ayuda, o quizá ambas cosas—, pero no pudo: la voz quedó ahogada en un llanto, el shock y la sensación de incredulidad; no fue capaz de gritar, ni siquiera de articular palabra. 


Se sintió muy mal consigo misma, no sabía cuánto tiempo Frieda llevaba allí, sola, tendida en el suelo, muerta. No sabía qué le podía haber pasado, si siquiera llegó a pedir ayuda. Miró a su alrededor para tratar de encontrar alguna explicación y, entre el desorden, su mirada se posó sobre una repisa en la que lucían algunos objetos que hablaban de ambas: posavasos de los bares que frecuentaban, la cucharita de algún helado que habían tomado juntas, varias chapas de refrescos que habían compartido e incluso los tickets de las entradas de los locales de baile en donde se habían divertido de lo lindo bailando con otros chicos de su edad. Y digo que lucían porque Bertha observó que, dentro del desorden que imperaba en el apartamento, estas eran las únicas cosas que mostraban un orden sobre aquel estante. Bajó de nuevo su mirada y volvió a verla allí, muerta, con su semblante delicadamente atalcado, típico de ella. Pero no sabría decir cuánto tiempo Frieda llevaría así. Se sintió aun peor. Al contemplarla bajo la luz de su antiguo quinqué, la percibió extraña, ajena a ella, como si no la conocería de nada. ¿Quién era? ¿Tenía familia a la que contactar? Se dio cuenta de que, en realidad, no la conocía, y, además, no tenía nada tangible de su relación con ella. 


Ahora solo quedaban los recuerdos. 


Bertha regresó a sus días de gramófono, radio y butaca en el salón, con vistas a una de las  principales arterias de la ciudad. La muerte de Frieda coincidió tristemente con el inicio del invierno. El panorama que se pintaba al otro lado del ventanal ya no era el mismo. Había días en los que no hubiera sido capaz de afirmar en qué lado de los cristales la realidad era más anodina. Fuera, la vida más cercana mostraba las ramas calladas de unos árboles que acumularon escarcha y nieve durante largas semanas. La soledad tornó solitaria. Seguía respirando los aires antiguos que habitaban su hogar, pero aquel invierno los comenzó a sentir rancios y obsoletos. Echaba de menos las risas, los sabores al dulce de los helados, lo burbujeante de los refrescos y los alocados pasos de baile con los chicos en los clubes nocturnos. Los meses de oscuridad fría trajeron su manto de estufa, sopa de guisantes y pan de jengibre. Los días pasaron cortos y las noches muy largas, y el arrepentimiento cabalgó a sus anchas. ¿Quién había sido Frieda? ¿Por qué nunca sintió interés en llamar a su puerta? Allí, ella, ahora solitaria, había vivido una vida cómoda, heredada, sin problemas, superficial; y sin todo esto, pensó, ¿quién, incluso, era ella misma?


El tiempo pasó, como todo pasa, y los rayos del sol de la incipiente primavera comenzaron a ruborizar tímidamente las nubes del atardecer. Las ramas de los árboles despuntaron sus jóvenes verdes y la música de la radio anunció nuevos pasos a bailar. 


Y un día, alguien llamó a la puerta. 


Era una muchacha de su misma edad con aires cosmopolitas, la cara muy alegre y una expresión desinhibida, que se presentó como su nueva vecina. Sorprendida, Bertha sonrió de nuevo, y al hacerlo sintió una sensación de alegría en los ojos. Aquella mujer era como una aparición. Bertha ya no dudó en querer saber.


Los meses pasaron y ambas entablaron una cómplice sororidad. Y el resto ya os lo podéis imaginar: ambas pasearon, saborearon ricos helados y modernos refrescos, rieron y bailaron alegres el charlestón… además de compartir todas esas confidencias que solo las amigas se confían entre sí, y con nadie más. 


Con caluroso afecto,


María Reino



Este cuento está inspirado en unas escaleras reales. Un día, mi amiga Pilar me envió un mensaje acompañado de unas fotos que había tomado en el interior de un edificio madrileño. El mensaje decía: “Estas escaleras bien merecen un cuento…”.  Me quedé con la copla. Y como soy tejedora de imágenes y palabras, algo en mí despertó. Días después, fui a visitar aquel interior. Quise respirar el aire suspendido en sus peldaños, dejar que las paredes me susurraran y que la inspiración germinara en mí, como florece lo invisible cuando se lo escucha en el silencio.

    Así nació este relato que habéis leído y que deseo haya acariciado alguna parte de vuestro imaginario.

    Abajo podéis ver una fotografía que tomé durante aquella visita al interior del edificio situado en la calle José Abascal.




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