8/19/2024

Los amantes pez luna

 

Cuenta la leyenda que, en alguna pequeña isla perdida del océano Pacífico, existieron dos jóvenes enamorados cuya sonrisa aún se puede vislumbrar cuando uno mira a las centelleantes estrellas de las despejadas noches de verano. La historia, para algunos, puede que no tuviera un final feliz pero, para otros, el final es en realidad el ansiado por todos. 

Había una vez una joven muchacha que cada día esperaba ilusionada a su joven amado en la orilla de la playa, de arena blanca y fina, de la isla en la que vivían y les vio nacer. Ella, morena de tez, y pelo —ondulado y hasta la cintura—, de ojos negros, y una sonrisa que iluminaba el día y hacía soñar en la noche, era la mujer más hermosa del lugar; y el palpitar de su pecho latía por un guapo muchacho de su edad: un sencillo pescador, y de buen corazón, que casi todos los días al alba se echaba a la mar en su barquita de remos.

Ella, mientras él pescaba, solía esperarle en la orilla, bailando y cantando al son de las olas junto a las otras mujeres de su misma tribu. Era común que las mujeres de aquellas islas bailaran en la mañana con una danza ancestral, cuyos movimientos de brazos, manos y dedos expresaban con delicadeza femenina, y elegancia, el saludo al sol y un eterno agradecimiento por la abundancia que la tierra en la que vivían les proveía en cada amanecer. Todas juntas danzaban y cantaban con alegría y flores frescas que adornaban sus cabellos sueltos y ondulantes como la mar. Al atardecer, eran los hombres y las mujeres los que danzaban encendiendo un fuego en la playa, despidiendo así el día y dando gracias, de nuevo, por todo lo recibido. En este paraíso se respiraba amor, felicidad y tranquilidad.

Cuando el muchacho arribaba, ya entrada la mañana, con su pesca, su amada, orgullosa, salía a su encuentro fundiéndose con él en un abrazo. Después pasaban el resto del día juntos, correteando por la playa, jugando en la orilla con la espuma y las olas y haciendo todas esas cosas que solamente hacen los enamorados en esa tierna edad.

Pero había una sombra sobre la historia de amor de estos dos jóvenes. El padre de la muchacha no veía con buenos ojos la relación de su hija con este sencillo pescador, pues quería para ella otro joven: un apuesto, y engreído, muchacho, hijo del jefe de la tribu de la isla más próxima a ellos. A menudo le hablaba a su hija de la conveniencia de su unión con este joven por el bien de ambas comunidades. Ella se negaba a escuchar a su padre, prefería vivir sintiendo el latido de su corazón, y, una noche, tras una fuerte discusión con su padre, la muchacha, incapaz de conciliar el sueño, con la tristeza en sus ojos, se levantó y decidió acompañar, y despedir, a su amado a la orilla para desearle buena pesca aquel alba. Con un beso se prometieron amor eterno, y con una sonrisa, un hasta luego. Ella permaneció esperando en la orilla de la playa en la que ambos solían pasear su amor y alegría. 

Las horas pasaron, y allí la joven, como siempre esperó danzando y cantando a la vida. Pero las horas pasaban, y el calor del mediodía empezó a apretar y el joven no llegaba. Llegó la tarde, y allí ella siguió sin cantar ni danzar, mirando con congoja el horizonte, tratando de atisbar la barca de remos que llevase a su amado de vuelta a la orilla, a ella. Al ocaso, la muchacha ya ansiosa empezó a desesperar, temiendo lo peor. Nadie sabía nada y todos miraban con tristeza a aquella bella muchacha.

Cuando cayó la noche, su padre ordenó ir a buscarla para que regresara a casa, y ella no tuvo otra opción que obedecer. Los ojos de la joven ya no destellaban la alegría del amor, y las gentes del lugar trataron de animarla convenciéndola de que alguna corriente podría haberle desviado hacia otra orilla o quizá hacia la isla vecina. Pero ella, en su corazón, sentía la opresión de la preocupación por su amado, el igual con el que hasta ahora había paseado despreocupada su dicha por la playa de la isla que les vio nacer.

A la tercera noche, cuando la luna lucía en todo su esplendor, mientras todos dormían, la joven decidió salir y tomar otra barca con remos. Se adentró en la mar. La noche estaba tranquila y la luz de la luna llena le ayudó a seguir el rumbo que ella sabía su amado tomaba cada día antes del amanecer. Remó y remó, y se adentró cada vez más en aquel horizonte que nos acerca a otro mundo y nos separa del nuestro. Allí, sola, ante la inmensidad de lo infinito, y con la noche brillando sobre ella, miró a la gran madre, la luna, y le pidió que por favor le ayudara a encontrar a su amado para no separarse nunca más de él. Tras varias horas esperando, por fin divisó algo meciéndose a la deriva, era la embarcación de su amado arrullada por la marea. Aunque estaba muy cansada de haber estado remando durante varias horas, remó con más ahínco hasta que por fin alcanzó la barca para descubrir tristemente que su amado no estaba allí. Tan solo estaba su red enganchada a la cornamusa de amarre, y enredada con el cabo. Al acercarse aún más vio que, en el agua, parecía haber atrapado en la red un pez luna. Al inclinarse para liberarle, la joven cayó al agua. Se hizo el silencio en la mar. Tan solo quedaron las barcas de ambos enamorados meciéndose al unísono acogidas en un gran círculo de plata.

Nadie volvió a saber de aquella muchacha tampoco. Pero cuenta la leyenda de aquellas islas que, por estas fechas, cuando hay luna llena se oyen sus risas llegando a la orilla con cada ola del mar, y se adivina la sonrisa de ambos titilando en el cielo en las despejadas noches. Incluso, quienes han llegado a visitar esta pequeña isla del Pacífico, cuentan que allí aún están, juntas y amarradas en la arena de la playa, las barcas de los dos amantes unidas por una cartela rememorativa en la que se puede leer: los amantes pez luna. 

Como curiosidad, a añadir a esta leyenda, acontece que las noches de esta época del año en las que ambos desaparecieron, los peces luna acuden al mismo lugar para reproducirse durante las noches de plenilunio, y, es por esto que, los lugareños decidieron llamar al astro de estas fechas que con luz de plata nos baña en la noche, la luna de los amantes pez luna.

    Que tengáis una feliz noche de luna llena en Acuario,

                                                                                            María Reino


Texto y dibujo: María Reino

8/07/2024

Un cuento de hadas de los de entonces


 

El verano como siempre estaba siendo caluroso pero efímero, y el paseo por las avenidas de un jardín que antiguamente había sido propiedad exclusiva de la familia real procuraba a la población más cercana de hoy en día un alivio a los calores sofocantes, y un refugio de la ardua cotidianeidad, para todo aquel que se permitía el tiempo para pasear entre la exuberancia de este vergel que, de manera casi natural, se extendía a lo largo de la ribera de uno de los principales ríos que recorría gran parte del propio país y del vecino también. En un lugar como este, la sensación de lo pasajero, lo efímero, en la época estival, se debía a la fugacidad con la que siempre parecía transcurrir el tiempo de las vacaciones veraniegas; pero no era una fugacidad agitada, nerviosa, sino un parecer pararse el tiempo como en una suspendida quietud en un breve lapso de tiempo entre otros dos más largos, y por momentos, también, agitados. Así había sido siempre para Sandra.

Sandra era una de estas mujeres, afortunada, de hoy en día que había podido dejar de lado su profesión para dedicarse a tiempo completo a su único hijo y a su hogar. Y aunque para su madre, y demás mujeres del pasado, esta forma de vida había sido la única salida a su recorrido vital, en los tiempos presentes, con la incorporación de la mujer al mercado laboral, suponía un verdadero lujo renunciar, por un tiempo, a desarrollarse profesionalmente, y quizá también a nivel personal, y encomendarse a una tarea que durante tantos siglos la mujer había ejercido sin ningún tipo de cuestionamiento.

Este era, además, el primer verano en el que su hijo corría, y saltaba, y Sandra había pensado que qué mejor lugar para expandir y ejercitar aquellas y rechonchas piernecitas que bajo el verdor de las grandes hojas de los centenarios plátanos de sombra y los aromáticos tilos de este magnificente jardín. Sandra era una madre complaciente, abnegada y disfrutaba de este privilegio de criar a su hijo a tiempo completo involucrándose, de una manera además muy lúdica, en su educación. Se había leído muchos y diversos libros de crianza e incluso había realizado algún taller que otro sobre este tema. Sandra sentía una maternidad comprometida y consciente, y veía que sus ojeras eran de distinto color al de otras mujeres de su edad, y con familia, que debían fichar a las ocho de la mañana en una oficina, de lunes a viernes, manteniéndolas ausentes de su hogar durante algo más de diez largas horas.

Las ojeras de Sandra eran del color de despertarse al amanecer cuando su retoño con una energía vital desbordante se plantaba en su cama dando brincos mientras demandaba con gran alborozo su desayuno. Y qué mejor despertar que este para una mujer de su generación: ¿el del agudo pitido de una alarma que te indica que tienes que levantarte para sorber rápidamente el amargor de un café para espabilarte y ponerte un eye liner para enmascarar una mirada llena de agotamiento? No. Es mucho mejor abrir tus ojos y encontrar a una estrellita sonriéndote al asomar el sol, dando tumbos encima tuya anunciándote otro nuevo día, sin saber muy bien que te deparará la jornada. Su hijo le había contagiado de nuevo de un sentimiento de aventura que en algún momento de la vida siempre se nos extravía a casi todos alcanzada la edad adulta.

        Tras desayunar, y recoger por casa, aprovechando que aún el calor no apretaba demasiado, salían hacia el jardín real. Con suerte, esperaba Sandra, su hijito, al corretear entre setos y fuentes respirando la fragancia que los tilos desprendían en la humedad estival, entrara en el sueño de una reparadora siestecita que a ella le facilitara descansar un poco también. La energía a raudales que su hijo distribuía como si regalase magia cuando abría sus ojitos al despertar cada mañana tenía a Sandra algo descolocada, y con unas permanentes ojeras que camuflaba con un corrector.

Aquella mañana del mes de agosto, el calor y la humedad eran aletargadores, pesaba respirar. Aquella mañana, Sandra se encontraba muy, muy cansada. Los pies parecían no querer caminar, sino arrastrarse y, de vez en cuando, necesitaba parar para coger algo de aire y reorientarse. Aquella mañana, el jardín parecía envuelto en algo más que calor y humedad, pareciera que estuviese inundado por algo invisible, y denso, que hacía que en el ambiente se palpase la exuberante fragancia de la vegetación mezclada con el olor del tupido verdor que se desprendía del río en verano a su paso por el valle que habitaban. La atmósfera, aquella mañana de agosto, tenía ese aire de extrañeza en la que se percibe todo lo de nuestro alrededor de difusa manera. Al pasar por un banquito de madera con respaldo, Sandra aprovechó para sentarse mientras su querido retoño jugaba restregando un palito contra la tierra seca. Su niñito, al tropezar con las someras raíces de uno de los plátanos de sombra, se quedó observando y en un tono de alborozo, que los niños solamente tienen cuando el asombro les sorprende, gritó: 

—¡¡Mamá, mira!! ¡¡Este árbol tiene una nariz y una boca!!

Sandra, miró, recordó con nostálgica sonrisa y abrió sus brazos para recibir a su hijo. 

—¿Sabías que la abuela cuando era niña me contaba que por esa nariz los duendes que viven en el interior de este árbol pueden oler a todos los niños que pasan cerca de este árbol?  —dijo Sandra. 

—¿Y por qué, mamá? —preguntó curioso su niñito metiéndose el dedo índice de la mano derecha en la boca. 

—Porque por esa boca grande que ves ahí, la que está al lado de su nariz, aspiran, igual que la aspiradora que tenemos en casa, a todos los niños que no obedecen a sus papás y a sus mamás —respondió Sandra convencida.

El niño de inmediato palideció, y Sandra observó que sus ojos casi se le salieron de sus órbitas. Al contemplar el semblante de terror de su criaturita, se sintió por vez primera la peor madre del mundo. ¡Había asustado a su hijo! «¡En qué estaba pesando!» se preguntaba mientras intentaba consolar la nerviosa y espontánea llantina de su niñito del alma estrujándole contra su pecho. ¡Qué crueldad decir eso a una pobre criatura, a un inocente niño, a su hijo! «¡Mala madre!» —se condenó a sí misma. Era evidente que no pensaba: el bochorno y el cansancio le habían atrofiado las entendederas. Sandra se sentía no solo mala madre sino mala persona también, se sentía muy culpable. Había incumplido con el código de maternidad consciente que se establecía en todos esos libros de crianza respetuosa que con fervor había estudiado y había decidido acatar.

Tras los mimos y los susurros, el niño fue poco a poco calmándose. Sandra le apartó de su pecho, y le dejó sentado en el banco. 

—Espera aquí, que voy al carrito a coger la botella de agua. 

Sandra dio un paso, se agachó para buscar la botella con agua fresquita de casa que llevaba en el interior de una bolsa metida en la cesta del carrito y cuando se incorporó y giró de nuevo hacia su hijo, este no estaba. 

—¿Pablo? —llamó en tono de sorpresa la madre mientras hizo un rápido barrido de 360 grados con su mirada. 

Al no verle ni oír respuesta, desde lo más profundo de las entrañas y con gran desesperación y desasosiego vociferó: 

—¡¡¡¿¿Paaaaabloooooo??!!! 

No se oía ni escuchaba nada, tan solo se percibía la aletargada quietud de la atmósfera sofocante. Era como si la naturaleza se hubiera quedado en suspensión, y todas las hojas de los árboles del jardín hubieran contenido la respiración para no hacer ni el más mínimo ruido y facilitar así cualquier sonido que ayudase a dar con el paradero del niño. Sandra con el miedo en las entrañas, miró al árbol de raíces misteriosas, lo rodeó, escaneó entre los setos que se encontraban cerca y por fin vio algo moverse entre ellos. Echó el paso rápidamente y al acercarse, vio, de repente, saltar alejándose a un ser de piel verde de la estatura de su hijo. Fue una visión muy fugaz que le hizo sentir una punzada en el corazón y un temblor frío por todo el cuerpo.

—Pablo, hijo —balbuceó, Sandra, casi sollozando mientras rescataba a su hijito de entre las ramas secas de los setos—. Mamá te dijo que te quedaras ahí —añadió. 

Para haber sido en un visto y no visto, su hijo presentaba un aspecto de haberse dado un buen revolcón: tenía algunos arañazos en los brazos, un agujero en la camiseta por donde cabía un dedo, algunas manchas de tierra en la cara y algo de arenilla en la boca. Al sacarle de entre el ramaje, Sandra, mientras le sacudía algo el polvo de los pantalones, dijo: 

—Pero ¿qué ha pasado? Mira cómo te has puesto. Ven que te limpio y te doy de beber agua.

        El niño, afectado, miró a su madre.

—Un niño de color verde me ha empujado, mamá. Y se fue por allí —dijo Pablo señalando con su dedito índice, el mismo que tenía en su boquita hasta hace un momento, hacia el mismo lugar en dónde Sandra había visto de espaldas al ser verde salir corriendo dando brincos. 

El niño dirigió una mirada grave a su madre y, con su dedo índice de nuevo metido en su boquita, al punto del horizonte por donde este ser se había desvanecido, y preguntó: 

—¿Es eso un duende?


Texto y fotografía: María Reino.

5/07/2024

Cómo surgieron los cuentos, la música y el baile

 


Hoy es un día especial: hace 47 años vine a este mundo. Nací en el día del sabbat a una hora en la que el sol no proyecta sombra. Y como hoy es mi cumpleaños, y como dice la canción: I can cry if I want to, quiero honrar mi día compartiendo uno de los cuentos que escribí recientemente (una mañana de esas en las que me da por madrugar y ponerme a escribir delante de mi ventana). Fue otro día 7 de hace dos meses. Las nubes de aquella temprana mañana de finales de invierno me inspiraron.

    Hoy el día luce sin nubes y la noche sin luna. Es un nuevo comienzo, lo sé, olí su fragancia cuando abrí de par en par mis ventanas al despertar.





7 de marzo, 2024

El día ha amanecido aún soleado con algunas nubes que parecen de prestado, vacías, inertes aunque parezcan bellas. Quizá estén de paso y duden sobre adónde ir. No quieren marchar, se encontraban muy bien sirviendo de suelo en el Olimpo, el hogar de los dioses. 

Pero, un día, hubo una reunión de todas las deidades olímpicas, y todas acordaron por unanimidad que lo mejor sería renovar el decorado; querían otros colores en su hogar, otro ambiente. Estas nubes, además, se habían desgastado mucho con el paso del tiempo; de tanto pisarlo y, también, atravesarlo. Los dioses atravesaban continuamente estas nubes cuando bajaban al mundo de los mortales; y, de hecho, estaban tan desgastadas que habían perdido gran parte de su sustancia, y no solo no servían ya de suelo firme sino que, además, se podía ver a través de ellas. Esto de que los humanos pudieran ver, cuando alzaban la mirada, lo que los dioses hacían en cada momento no les hacía ni pizca de gracia a sus olímpicas divinidades. Al fin y al cabo todo el mundo es celoso de su privacidad y ama su intimidad.

Así que las nubes, apesadumbradas, al descender a capas más densas de la atmósfera, se impregnaron de unas tonalidades grisáceas, unas, y azulonas oscuras, otras, y comenzaron a vagar sobre las tierras donde vivían los mortales, proyectando sombras, tapando el sol y dejando lluvias, granizo o incluso nieve allá por donde iban pasando.

En algunos lugares apenas se las veía, y los mortales agradecían su presencia porque necesitaban el agua que traían para cultivar sus tierras; el sol irradiaba tanta energía, y durante tantas horas de seguido, que resultaba insostenible, día tras día, absorber tanta luz.

Las culturas de estas tierras amaban a la luna, para los mortales de estas sociedades era un gran alivio cuando esplendorosa la contemplaban luciendo en el firmamento junto a las estrellas. Y como se encontraban tan a gusto bajo la luz lunar y estelar, las gentes de esta sociedad aprovechaban para reunirse y contar historias bajo la mirada atenta de esta gran dama de plata, “la donna mobile” que durante miles de años rigió nuestros calendarios. Para estas gentes, la luna era como una gran madre, gracias a ella todos se congregaban a contar historias de tiempos remotos y que a todos unían. Era una madre porque nutría sus almas con cuentos y embellecía sus sueños al ir a dormir.

Sin embargo, había otras culturas en las que las nubes expulsadas del Olimpo parecían estar constantemente presentes, y al sol apenas se le veía. Como necesitaban algo del calor de la luz solar para secar sus ropas, cuando el sol salía, el día se convertía en una fiesta, y las gentes comenzaban a bailar y cantar canciones con los que acompañar sus pasos y brincos de alegría. Las letras de estas canciones también contaban historias y pronto, además, estas gentes aprendieron a acompañarlas, por ejemplo, con utensilios de cocina; fue así como nació la música.

Y gracias a que las nubes fueron expulsadas por los dioses, nosotros los humanos, mortales, tuvimos historias que contar, música que escuchar y bailar, canciones que cantar e instrumentos que tocar. 

     Feliz día,
   María Reino  💝                                                                                                                                           

3/26/2024

El narcisismo por casi acaba con Blancanieves

Después de las mimosas en enero, las flores de almendro en febrero, ahora, en marzo, llegan los narcisos.

Hoy en día, siento que se habla con demasiada ligereza sobre el narcisismo y se aplica a todo aquel que tan solo tiene aires de megalomanía. Pero para quienes han sido víctimas del narcisismo, saben que el narcisista es mucho más que alguien que se dé una importancia en demasía. El narcisismo va mucho más allá. El narcisista quiere acabar contigo y la belleza natural que tienes, chupándote como un vampiro tu vitalidad, para que ni tú, ni nadie, le hagas sombra en esa idea de grandeza que se ha fabricado sobre sí mismo. En este artículo, quiero mostrar algunos aspectos de cómo se desenvuelve esta patología a través del cuento de Blancanieves de los hermanos Grimm. Mi intención es ofrecer un acercamiento, porque este tema se puede desarrollar aún más.

Como todos sabéis, Blancanieves tiene una madrastra, que desea ser la más hermosa del reino; y, para ello, pregunta incesantemente al espejito espejito mágico quién es la más bella. Cuando la malvada madrastra se entera de que tiene una competidora, ordena matar a la bella e inocente Blancanieves. Gracias a un acto compasivo del cazador encargado de dar matarile a la muchacha, Blancanieves consigue huir hacia el interior del bosque, refugiándose en una casita en donde viven siete enanitos mineros que terminan por acogerla y, también, protegerla cuando se enteran de su historia. 

El narcisista, como la madrastra, hará todo lo que esté en su mano para acabar con su víctima, y se disfrazará las veces que hagan falta para que caigas siempre en la misma trampa. Se acercará a ti las veces que sean necesarias, interpretando el papel de desvalido y víctima para que te apiades de él; para que bajes la guardia y te confíes, y despliegues tu empatía hacia él; una capacidad que el narcisista no tiene y mediante la cual intenta cazarte. 

Su otro modus operandi es ganarse tu confianza, ofreciéndote regalos con un envoltorio muy bonito. Estos obsequios pueden llegar a ser espectaculares y/o caros. Los narcisistas no escatiman en halagos, atenciones y tácticas seductoras cuando han elegido a una víctima. El papel del regalo con el que se presentan, y llegan a atraerte a su trampa, es maravilloso; el problema viene con lo que hay dentro: un presente emponzoñado, como podéis leer en este cuento. Además, y fundamental en su estrategia, siempre aprovechará que estás a solas para hacerse contigo; con el tiempo, incluso, te aislará de tu entorno para continuar con su plan de aniquilación. 

Cuando Blancanieves está sola en la casa porque los enanitos se han ido a trabajar, la madrastra, disfrazada de pobrecita viejecita, le ofrece a Blancanieves primero una cinta de seda multicolor, con la que intenta después ahogarla. La deja sin voz, sin aliento, de esta forma la víctima no podrá ni gritar y ni pedir ayuda. En la vida real esta cinta que envuelve al cuello viene con frases, por parte del narcisista, que van haciéndote dudar de tus opiniones y avergonzarte de ellas. Las invalidará, al principio, con apreciaciones que, según el narcisista, son bromas. Más adelante, puede decirte que lo que dices no tiene sentido y que es mejor que te calles porque así estás más guapa y, además, le haces quedar mal delante de sus amistades. Hay todo un recorrido en este sentido, y es en escalada. 

Cuando ya te deja sin voz como a la ninfa Eco, su próximo intento es meterte el veneno en la cabeza. ¿Y cómo lo hace? Dándote toda clase de mensajes que van enfocados a confundirte, que son contradictorios, que desdicen lo que anteriormente te haya podido decir, además de negar lo que ha dicho, jurándote que él jamás dijo lo que sí dijo. Donde dije digo digo Diego. Niega y miente como un bellaco con la intención de que dudes de ti misma. Llega incluso a hablarte de ideas raras, descabelladas, presentándotelas como si fueran normales y la rara fueses tú por no pensar de la misma forma que él. Te argumenta las cosas de una manera que no tienen ni pies ni cabeza, y que el narcisista defiende a capa y espada; no porque él crea estas falsas argumentaciones, también conocidas como falacias, sino porque le sirven para confundirte y manipularte. ¿Os vais enterando de lo que realmente es el narcisismo? De esto va, y para lo que vale, el peine con el que la impostora viejecita peina a Blancanieves. A esta táctica en psicología se la conoce como luz de gas.

Y no parará hasta matarte, y a la tercera por casi va la vencida: con la manzana de la tentación, y con la que Blancanieves cae definitivamente muerta durante un tiempo. Por suerte, el trozo de manzana se queda en la garganta y no llega al estómago. De haber sido digerido, el hígado hubiera tenido que procesar el veneno y Blancanieves hubiese, esta vez sí, muerto para siempre.

Y es que la madrastra, como el cuento narra, no quiere de Blancanieves cualquier órgano para cerciorarse de que ha acabado con ella, sino que le pide al cazador que le traiga su pulmón y su hígado. Es común que personas que han sido víctimas del narcisismo, hayan padecido, o padezcan, desequilibrios, dolencias y/o enfermedades relacionadas con los pulmones y/o el hígado. Los pulmones son los primeros órganos receptores que reciben el oxígeno del entorno en el que vives, es decir, lo que tomamos de la vida, y si lo que respiras es tóxico, te puede doler respirar, tomar el aire que necesitas para vivir. Si, además, intentan ahogarte con una cinta, como se cuenta en Blancanieves, te falta el aire; no recibes el oxígeno que necesitas para que tus glóbulos rojos oxigenen tu organismo y eliminen debidamente el dióxido de carbono de tu cuerpo. Esto causa sensación de cansancio, y es común que las víctimas de un narcisista manifiesten una sensación de agotamiento energético.

Cuando te tiene agotada energéticamente, viene la puñalada en el hígado por parte del narcisista. El hígado, al ser el único órgano que se regenera, una manera de acabar con él es dándole una puñalada. La otra manera es ingiriendo veneno. El hígado tiene varias funciones y una de ellas es la de ser la depuradora de nuestro metabolismo. Es el que filtra las toxinas, también las emociones empapadas en toxicidad, y por mucho que se regenere y filtre, si le intoxicas, muere. Todos sabemos que cuando nuestro hígado no funciona adecuadamente, es habitual sentir fatiga y debilidad.

Una vez que acabas por los suelos, muerta como Blancanieves, y que en la vida real se puede manifestar como una depresión (muerte anímica), el narcisista te deja tirada como un juguete roto y se encamina hacia su siguiente víctima sin despeinarse.

Pero mira que los enanitos le advirtieron una y otra vez, ¿eh? Uno se pregunta, ¿por qué cae Blancanieves una y otra vez en la misma trampa? Algunos pensarán porque es tonta. Yo digo, no, no es tonta, es inocente y la inocencia no es sinónimo de falta de inteligencia. Se puede ser inocente y muy inteligente. La inocencia está, además, bendecida por la gracia divina porque simboliza la pureza de corazón; los inocentes son los que ven a Dios porque son limpios de corazón. Las personas como Blancanieves son los bienaventurados. La inocencia es no ver maldad en el otro porque la persona inocente tiene ante todo un buen corazón y cree que los demás son como ella. Es decir, hay una base de confianza (para mí de carácter espiritual) en la vida porque para las personas inocentes el mundo es bueno. A Blancanieves le ocurre que, además, al ser huérfana de madre y tener un padre ausente, no ha recibido de niña lo que necesitaba de sus padres para desarrollarse emocionalmente en condiciones, y cuando recibe un regalo de otra persona, se siente querida. Hay un anhelo de amor por parte de Blancanieves. Se crió sola, la madre murió al nacer y al padre apenas se le menciona, está ausente. Cuántos huérfanos emocionales hay en la vida, necesitados de que les quieran y que terminan emparejándose con el primero o la primera que les ofrece migajas, y lo peor, que terminan aceptando un veneno envuelto en papel de regalo.

        También, cuando una víctima está en constante presencia de un agresor, lo normal es que aparezca el miedo; y ya sabemos que cuando esta emoción nos inunda, es difícil tener un pensar claro y saber discernir lo que mejor nos conviene. Por este motivo Blancanieves le abre la puerta de la cabaña, en la que se ha instalado, a la viejecita una y otra vez.

Ahora, la madrastra, ¿por qué insiste en querer acabar con Blancanieves? Menuda ojeriza le ha dado con la pobre muchacha. Porque la madrastra es mala, dirán algunos. Sí, es malvada, pero hay mucho más. Por un lado, el narcisista no respeta los límites, se dedica a transgredir una y otra vez el límite de la puerta que da entrada a tu casa, como en el cuento. Y por otro, la madrastra es envidiosa. Los narcisistas son tremendamente envidiosos, anhelan algo de las personas como Blancanieves que ellos nunca podrán tener: la belleza del corazón que hace que personas, como la protagonista de nuestro cuento, sean inocentes, sensibles, empáticas, buenas de verdad, de corazón. No es casual que le haya dado por Blancanieves. El espejito ya se lo dijo repetidamente: Blancanieves es la más bella; pero esta hermosura no hay que tomársela de manera física, literal. Blancanieves tiene una belleza que irrita a un narcisista porque este no la tiene, ni la tendrá nunca. La belleza de las personas con este trastorno de personalidad es falsa, fabricada a base de constante esfuerzo, de mucho maquillaje, peinados y atuendos caros para que el espejo, en el que constantemente necesitan mirarse, les refleje una buena imagen aunque sea en apariencia; en definitiva los narcisistas tienen una imagen debilitada de sí mismos y son personas con grandes complejos que intentan enmascarar a lo grande. Pero cuidado, no hagas de salvadora que, en cuanto se descuidan, se les ve el plumero, quedando al descubierto su gran prepotencia. Es gente que vive vendiendo falsas imágenes. La verdadera belleza es otra cosa, está en el interior de las personas, y esto es algo que el narcisista no posee, y como te envidia, como anhela algo que tú genuinamente sí tienes pero él no, no parará hasta acabar contigo.


        ¿Qué hay que hacer cuando una persona es víctima de un narcisista? En primer lugar alejarse, poner pies en polvorosa. En el cuento de Blancanieves se dan algunas pautas. Teniendo presente que hay unas heridas de abandono y de traición, lo importante es retirarse al bosque, el lugar en el que ocurren las transformaciones en los cuentos, para conectar con la naturaleza y con su gran poder sanador. Aquí, deberás habitar un nueva casa en la que te refugiarás temporalmente. Durante este tiempo, como hace Blancanieves, deberás poner orden, limpiar, recoger, coserte (las heridas); es decir, hacer terapia. Y en este proceso de transformación, fundamental, conectar con tu instinto (distinto a la intuición), descendiendo a las entrañas de la tierra como hacen los enanitos, conectando con la naturaleza, y remontarnos, también, a nuestra infancia para ver qué pasó; para encontrar aquella roca, aquellas heridas y así poder transformarlas en una nueva confianza y asertividad, nuestro mayor tesoro, lo cual nos posibilitará ser fieles a nosotros mismos en todo momento; la verdadera lealtad. Es entonces cuando llega el príncipe en el cuento, el leal caballero y da el beso de amor a su dama, y que hará que Blancanieves vuelva a la vida. En este sentido, el trabajo biográfico se presenta como una disciplina de autoconocimiento de gran ayuda, pues te permite conectar con tu poder transformador, a convertir la paja en oro, el carbón en diamante, la roca en tesoro. Es en las entrañas en donde se halla el fuego transformador y purificador, y conectar con el fuego es fundamental para el proceso alquímico por el cual la víctima resurgirá de las cenizas como el Ave Fénix.

    Otra enseñanza que ofrece este cuento es que, para ser tú mismo, es necesario morir. Morir para acabar con lo que ya no sirve, para dar lugar a algo nuevo y poder así continuar por el camino que lleva al palacio de la dicha, el verdadero hogar. En toda muerte hay un principio resucitador. Resucitar es volver a la vida con una lección más que aprendida, es vivir con una nueva consciencia que te llevará a vivir en palacio y ser reina, o rey, de tu reino y ser feliz por siempre jamás.



        Los cuentos no son solo para niños. Los cuentos transmiten una sabiduría ancestral y sanadora porque te muestran siempre la manera de superar el dolor que todos podemos llegar a sentir por diferentes circunstancias. Los cuentos brindan, además, la esperanza de un final feliz; llegar a este final es cuestión tuya. La vida siempre trae de todo, porque así es la vida, pero lo importante es saber qué quieres hacer tú con lo que te viene. Este es el acercamiento que tenemos en el trabajo biográfico.
        Hoy en día, en nuestra sociedad, mucha gente se acerca a los cuentos con un pensamiento racional, lógico mental, y literal, y no metafórico. Cuando leas un cuento, léelo como si fuera poesía, calará mejor en tu alma y podrás conectar contigo mismo de muchas y variadas maneras. Y si te cuesta, porque eres una persona muy mental, te recomiendo primero leer La biología de la creencia del biólogo Bruce Lipton. Una de las cosas que aprenderás leyendo este libro será cómo influyen los ambientes tóxicos en los organismos, haciéndoles enfermar.
        Para terminar, te invito a escuchar en el siguiente audio otro cuento diferente al de Blancanieves, y narrado por una servidora. En este cuento, podrás escuchar qué le pasa al protagonista que vive exclusivamente en las preocupaciones mentales, algo muy común en nuestra sociedad. Cuento: El hombre que tenía mala suerte



“Si escuchas a tu cuerpo cuando te susurra, no tendrás que oírlo gritar”.


Cuídate. Con cariño,
María Reino

12/28/2023

Recordar y Desear

 




Hace tiempo, en este proceso en el que estoy de desarrollar la narradora que llevo dentro de mí, y que descubrí llevando a cabo mi propio proceso biográfico, narré, ante un público de adultos, un cuento africano, El ave mágica que hechizaba con su canto; narración que, al trabajarla, me aportó un valioso entendimiento. Coincidió, además, este trabajo con el hecho de que estaba terminando de leer el libro de La historia interminable de Michael Ende. 

Del cuento africano me impactó que un ave invasora, que llega a una tranquila y feliz aldea esquilmando sus víveres y provisiones, cautivara a los adultos con un canto, melódico y bello, que “les hablaba de un pasado que nunca había de volver”. Al reflexionar sobre el fin que un ave, que el título del cuento califica como mágica, puede tener en que no vuelva el pasado, la palabra “recuerdo” cobró un especial interés para mí. Este ave, con su canto, pretendía que el pasado, con sus recuerdos, no volviera, no se hiciese presente.

Desde que tengo doce años, cuando mi madre me compró el Diccionario ideológico de la lengua española de Julio Casares, no he dejado de buscar palabras en diccionarios, y aunque sepa el significado, me gusta releerlo, indagando aún más a través de la etimología de la palabra, su origen; y siempre ha habido un descubrimiento nuevo, un hallazgo que en muchas ocasiones he sentido como mágico y revelador.  Y es que la palabra recordar es volver a pasar por el corazón, del latín re- (de nuevo) y -cordis (corazón). Y si no recuerdas, no vuelves a pasar por el corazón, con todo lo que esto supone.

Como comenté líneas más arriba, este hecho coincidió cuando estaba concluyendo mi lectura del libro de Ende. En uno de sus capítulos finales, “Doña Aiuola” (uno de mis favoritos), leí que el protagonista, Bastian, “casi había gastado todos sus recuerdos y sin recuerdos no podía desear”. Al leer ésto sentí un ¡uaaa!, esta sensación en el pecho que te viene cuando algo en tu interior hace un maravilloso clic mientras notas cómo la mirada se expande con asombro, como si hubiese divisado una nueva tierra en el horizonte tras navegar durante largo tiempo en el mar. ¡Imagina la vida sin poder recordar! 

Tras aquel punto, la historia sigue contando: “Apenas era ya un ser humano, sino casi un fantasio” (refiriéndose a Bastian). Estar muerto en vida debe ser lo mismo que vivir como un fantasio, pensé, y fue entonces cuando hice consciente la importancia de poder desear. Ahora entendía la relación entre recordar y desear.

Pero como amante de la indagación que soy, no paré aquí, sino que continué preguntándome: si, pero desear cómo, el qué, ¿todo vale? Aquí, de nuevo, y echando mano de mis diccionarios, pude distinguir entre el deseo que conlleva ambición, codicia y sometimiento del otro, y el deseo de querer, IMAGINANDO, algo propio para uno. El deseo que se pide ante una vela de la tarta de cumpleaños, al nuevo año que está por comenzar, el deseo que se pide soplando una pestaña que se ha desprendido de los acáis o exhalando tus deseos ante la aureola plumosa abundante en semillas del diente de león. Los ojalás que pronunciamos en nuestro interior cuando avistamos las estrellas fugaces en las despejadas noches, o simplemente cuando soñamos despiertos.

¿Y cuándo consigue el jefe de la aldea acabar con el ave mágica del cuento africano? Cuando llama a los niños de la tribu, porque ellos sí que saben distinguir, con claridad, la verdad de lo que ven y lo que oyen, como manifiesta el jefe en el cuento; y porque están en lo que tienen que estar. Es decir, el deseo no está solamente conectado con los recuerdos sino también con lo que está por venir, y al poner la intención en lo que deseamos conectamos con la “Verdadera Voluntad” que escribió Michael Ende a continuación de mi última referencia entrecomillada de su libro. La verdadera voluntad que nos define como seres humanos, y al mismo tiempo individualiza; porque mi Verdadera Voluntad (lo que yo realmente quiero) no es la misma que la tuya, y conectar la intención que YO pongo en lo que YO desde mi corazón deseo, mientras me lo imagino y me sostengo en el sentimiento que me produce, permito que algo se revele para mí, consiguiendo así que mis sueños se hagan realidad. 

Para terminar, en el capítulo de “Doña Aiuola” acontece, además, algo que para mí es muy bello y que uso como guinda de este pastel, y es cuando la Señora Aiuola invita a Bastian, a la Casa del Cambio donde ella vive, con un canto que dice así:


“Gran señor, vuélvete niño!

Te esperamos con cariño.

No te quedes en la puerta:

¡para ti siempre está abierta!

Todo está ya preparado

Desde un remoto pasado”.

                                            La historia interminable, Michael Ende.



“Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque quien pide recibe, quien busca halla y a quien llama se le abre”.

Mateo 7:7,8


Que todos vuestros deseos se cumplan en el 2024.

Feliz año,

                 María Reino                                                                    

                                                                                


10/25/2023

Hogar en un tronco caído

 



  

Por fin el duende había encontrado un hogar donde pasar este invierno: en un tronco hueco de un árbol caído que se encontraba en la ladera de una montaña. Un día, cuando iba caminando por el bosque buscando casa, observó una entrada entre dos troncos que yacían juntos, paralelos, en el suelo. Atraído por tal disposición, se acercó y echó un vistazo hacia el interior de uno de ellos que estaba hueco. Dentro de este, el espacio se organizaba de manera diáfana y daba la impresión de ser amplio. Él siempre había huido de los espacios demasiado compartimentados, no le gustaban las estrecheces, quizá por eso, desde que fue joven se lanzó al mundo y vio la Tierra el lugar perfecto en donde siempre hallar un hogar.

El interior de este tronco caído, y hueco, le serviría por el momento, las lluvias otoñales ya habían hecho su presencia y las temperaturas en la noche habían caído varios grados. Pero tras mudarse aquí y pasado un tiempo habitando este interior, sintió de repente un frío inexplicable. Estaba sorprendido porque nunca había sentido nada igual. Aunque bien era cierto que la madera de este tronco no aislaba mucho del exterior, este frío, percibía el duende, se debía a algo más. Sin pensárselo dos veces, una mañana, al despertar, le preguntó al árbol por la sensación de frío en su interior. El árbol, con un tono de haber estado aplastado por algo durante largo tiempo, le contó que él se erguía como sus otros hermanos detrás de él, pero que un día en el que respiraba los vientos de primavera feliz, sin esperárselo, sintió de repente una dentellada fría y ruidosa en sus carnes. Cuando quiso darse cuenta, se vio tumbado en el suelo y amputado. Aquello le heló el alma, y así se quedó desde entonces sin entender el porqué. Le habían dejado tirado y separado de sus raíces, y estas, al no poder seguir enviando los nutrientes de la Madre Tierra a sus ramas y hojas por todo su tronco, comenzaron a no encontrar una razón de ser y terminaron por disolverse en la tierra y desaparecer; al igual que las hojas de su copa. Parte del tronco, además, había quedado desnudo al ir perdiendo la corteza que lo vestía.

El duende, al escuchar su historia, entendió el frío del interior del tronco y empatizó con su nuevo hogar temporal. Pero el duende, aunque fuese un ser perceptivo y empático, era también friolero y gozaba con el calorcito que provee el confort, especialmente cuando se refugiaba en su hogar una vez caída la tarde durante los meses de lluvia y frío.

Así que como al duende se le había echado el tiempo encima, decidió arreglárselas como pudo para pasar en este tronco el tiempo que hay desde el descenso de las temperaturas hasta el mes en el que las flores embellecen los campos, valles y caminos. Para resguardar algo su entrada le pidió a una araña, que un día pasaba por allí, que tejiera unos toldos a modo de vela de sombra que sirvieran de parapeto no solo a indeseados, posibles visitantes, sino también para evitar que el viento y las lluvias entraran a su hogar. La casa no tenía del todo una mala orientación, a sus espaldas tenía todo un muro formado por los hermanos no caídos protegiéndolo; con esta disposición, el duende sintió que mucho del viento y del frío no llegaría a su hogar traspasando la madera del tronco que le daba cobijo. 

Una vez hechos los arreglos necesarios, el duende se adentró en su refugio, miró hacia un lado y otro del diáfano espacio y dispuso su alma para acomodarse en este nuevo lugar. Aunque se empeñó con ahínco en hacerlo confortable, sentía en su corazón una tristeza profunda cada vez que miraba las paredes de su temporal hogar. El duende comenzó a preguntarse cómo serían las siguientes paredes que le darían abrigo y qué otros arreglos tendría que hacer para sentirse mínimamente a gusto. En el fondo de su corazón, el duende anhelaba un hogar estable, empezaba a tener una edad y cada vez le costaban más los cambios de casa; y tener que partir a cuestas, cada primavera, con los pocos bártulos que tenía en busca de un nuevo sitio. Deseaba un hogar que siempre se abriera con las mismas llaves y al que decorar a su gusto.

Los días siguientes, el duende, mientras se afanaba en hogarizar este tronco caído y hueco, anduvo melancólico. Observaba a otros seres parecidos a él que llevaban mucho tiempo asentados en el mismo lugar y sintió querer lo que ellos también tenían. Los gnomos, por ejemplo, una vez llegados a un acuerdo con el espíritu de un árbol, se establecían en su interior para siempre. Había hermanos suyos, otros duendes, que solían encontrar hogar bajo tierra, en las raíces de cualquier árbol o arbusto. Pero a él nunca le había gustado vivir sin luz y, además, necesitaba respirar el aire fresco y calarse hasta los huesos con el contacto directo del agua en su piel cuando llovía, en lugar de sentir la humedad a través de la tierra mojada como hacían los otros duendes; la humedad, él prefería, sentirla en su piel, nutriéndola, a través del aire. Le gustaba también tomar el sol y dejarse bañar por los rayos de la luna en las noches en las que contemplaba las estrellas, y esto bajo tierra no era posible. Él no era un duende como los demás, y por ello siempre había pagado un alto precio; es lo que tiene ser diferente.

Pero, ¿qué hacer? ¿Dónde podría él encontrar un hogar de esos que, como el amor, son para siempre?

El invierno pronto llegó y la oscuridad se hizo en el bosque. El duende salía a las horas más cálidas del día para tomar los pocos rayos solares que había. Pero un mediodía soleado y de cielo azul despejado, mientras paseaba por un claro del bosque, observó un árbol con el color de madera más bonito que jamás había visto. Solo con contemplarlo podías sentir su textura, y los tonos marrones que vestían el tronco exudaban una nobleza de la que el duende inmediatamente se enamoró. Se acercó despacio hacia él, en silencio, como cuando llegas a un lugar sagrado, miró hacia arriba y divisó toda una serie de ramas bien proporcionadas y ordenadas, las cuales daban cobijo a una pareja de ardillas y a un nido de búhos reales. El duende sintió que había llegado a su anhelada casa. Hizo una última comprobación, bajó a las raíces y con alegría atestiguó que estas estaban sanas y canalizaban bien los nutrientes para llevar la abundancia de la Madre Tierra al resto del árbol y hacerlo crecer prósperamente. El duende estaba tan entusiasmado… después de tanto tiempo siendo un peregrino en este mundo, ¡por fin había encontrado un lugar en el que permanecer! Pidió, eso sí, permiso al ser de aquel árbol antes de entrar y este le contestó que estaba encantado de servir de hogar a un duende con tanta experiencia en diferentes casas, y que nunca había tenido como morador a un ser como él. El árbol también estaba muy feliz.

El corazón del duende estalló de alegría y sintió por fin una tranquilidad que hizo que su mente se relajara y anduviera a partir de ahora, por la vida, totalmente despreocupado.

Aquel árbol era maravilloso, las vistas desde sus ramas espectaculares y los seres con los que cohabitaba, los mejores compañeros de día y de noche.

Y allí se quedó este duende hasta el final de sus días, tranquilo y feliz de ver amanecer y atardecer siempre desde el mismo lugar, abriendo y cerrando siempre la puerta de su hogar con las mismas llaves y acomodando su interior según su particular ideal de belleza.



María Reino









Fotografías tomadas en la Sierra de Guadarrama, Madrid.


9/27/2023

Las patitas de la hormiguita



           Todas las mañanas, la señora gnoma salía a la entrada de su casa para ver quién necesitaba de su ayuda. Siempre había alguien que desfilaba por delante de su puerta pidiendo auxilio para paliar su dolor o encontrar remedio a su malestar. Vivir en el bosque a veces provocaba magulladuras y heridas si no prestabas la debida atención al caminar. La señora gnoma no tenía que hacer nada más que apostarse en el umbral de su casa y esperar a quien mirase hacia su puerta. Todos en el bosque sabían de sus remedios a base de ungüentos, pomadas, hierbas e incluso canciones.

La señora gnoma vivía en el interior del tronco de un árbol que había sido talado hacía mucho tiempo. La entrada a su casa tenía unas cortinas del verde musgo que colgaban de un dintel recto tallado en la madera del antiguo árbol. Todo el bosque sabía dónde estaba su casa, subiendo la cuesta de un antiguo camino por el que antiguamente gigantes viajaban de un lugar para otro, y en el cual ya solo quedaban restos de piedras de la antigua calzada.

Un día, una fresca mañana de finales del verano, uno de esos días en los que repentinamente se nos susurra en la piel que la época estival está llegando a su fin, una hormiga caminaba por delante de la casa de la señora gnoma quejándose de sus patitas. Había estado trabajando duro durante el verano, tanto que sus finitas patitas se habían resentido seriamente por transportar hasta cincuenta veces su peso. El calor y la sequía del verano habían empeorado las condiciones de trabajo de las hormigas en general y esta hormiguita sentía que con sus extremidades ya no podía caminar más. Cada paso que daba se convertía en un suplicio, incluso alguna vez le había brotado alguna pequeña y espontánea lágrima del dolor que sentía. 

Pero, a ver, qué iba a hacer, era una hormiga obrera y ya se sabe que esta clase de hormigas deben trabajar hasta la extenuación. Tumbarse a descansar durante el verano no es una opción para ellas. Durante esta estación, las hormigas obreras deben buscar todo el alimento posible por el bosque para llevarlo al hormiguero con el fin de almacenarlo y tener provisiones para el largo y duro invierno. Su trabajo del día no se quedaba aquí, al final de cada jornada, tras un sofocante día de calor y trabajo, las hormigas tenían que organizar el almacén, limpiar y recoger el resto del hormiguero. El orden es de suma importancia, si no ¡imaginaos con toda la comida que entra en un hormiguero! 

Cuando las hormigas, por fin, se iban a la cama, estaban tan muertas de cansancio que antes de que sus cabecitas tocasen la almohada, estas ya se habían quedado dormidas; debían aprovechar el poco tiempo de sueño que tenían, solo podían dormir cuatro horas cada noche. Había que sacar el máximo rendimiento de todas las horas de luz del verano para trabajar, claro está.

Pero esta agotada hormiguita que se había presentado ante la señora gnoma sentía sus patitas destrozadas, hechas jirones, ya no solo por el esfuerzo físico, sino también por la monotonía con la que vivía el día a día. No podía más, y esto era un gran problema. Durante los meses de verano, a las hormigas trabajadoras no se las permitía sentarse o tumbarse durante las horas de sol, no podían echarse una siestecita, tampoco podían sentarse ni siquiera para comer, tenían incluso que ir masticando mientras caminaban por el bosque en busca de la comida con la que debían aportar al gran almacén del hormiguero. Había que trabajar, trabajar y más trabajar. Estaba muy mal visto parar, te podrían considerar una holgazana, y echarse este sambenito encima era después harto complicado quitárselo de encima, por no decir imposible. Además, había otras compañeras, las hormigas soldado, que se aseguraban de que ninguna hormiga se quedara por ahí en el bosque remoloneando. Las hormigas obreras son trabajólicas; tampoco tienen otra opción, siempre están en movimiento, de un lado para otro a lo largo y ancho del bosque en busca de alimento.

Pero esta hormiguita no podía caminar más, ¡estaba exhausta! Y también estaba muy preocupada porque si paraba ¿cómo la tratarían sus compañeras?, ¿la expulsarían si no aportaba más comida al hormiguero?, ¿la declararían inútil? ¿Habría alguna pequeña y excepcional posibilidad de quedarse unos días dentro del hormiguero a descansar en su camita mientras otras continuaban trabajando? Nuestra hormiguita tenía tal dilema, tal desazón por este discurso interior suyo que pronto sintió que su valor se diluía por sus machacadas patitas.

La señora gnoma, al ver sus extremidades, no necesitó preguntar más. 

—Ven, entra, querida, que pondré uno de mis ungüentos en tus pobres y doloridas patitas después de bañarlas. Pasa, amiga, te ayudaré con el dolor —le dijo muy amablemente la señora gnoma.

Cogió algo del musgo encaramado a la fachada de su casa y se lo puso como suela en cada una de sus patas, amarrándoselo con unas hebras que se arrancó de sus cabellos y que colocó como si fueran las tiras de unas sandalias. 

—Con esto seguro que sentirás bastante alivio al pisar. 

La hormiguita, la pobrecita, se dejó cuidar, se encomendó a esta sabia curandera del bosque, una gnoma que, aunque tenía la apariencia de una mujer madura de unos cincuenta años, en realidad, según se contaba en el bosque, había convivido con unos gigantes que existieron en la Era Antigua. Nadie sabía la edad exacta, pero se calculaba que podía tener más de quinientos años, quizá más. Siempre había vivido en este bosque y se lo conocía al dedillo, ningún rincón era desconocido para ella y todos los linajes le eran familiares. Tenía un semblante muy afable y cuando te acercabas a ella, su olor corporal desprendía una refrescante fragancia a flores de jaboncito artesanal, de estos que antiguamente usaban las abuelitas. Tenía, además, la melena corta, sin llegar a rozar los hombros, medio canosa y abundante, sus cabellos eran suaves y a la vez fuertes, su piel era rosada y cuando se ruborizaba, sus mejillas y su barbilla se encendían y mutaban al color de las bayas rojas silvestres. Sus ojos eran grises claros con el brillo de las estrellas en invierno, y al mirarlos, podías ver tanto la historia de todo el bosque como todas las lecciones aprendidas de todos los seres que habían habitado allí desde el comienzo de los tiempos. Podía resultar intimidante quedarse mirando a los ojos de esta sabia dama del bosque. Era una mujer que, sin estar delgada, tampoco se podría decir que fuera gruesa, y para ser gnoma no era bajita. 

Una vez dentro de su hogar, y en sus manos, la hormiguita fue invitada a sentarse en una muy cómoda butaca mientras la señora gnoma preparaba un agua en el fuego con el que bañaría sus patitas. Su hogar era no muy grande pero sí espacioso, y la madera de suelos y paredes aportaba una calidez y una envoltura que ya solo por estar dentro, una podía sentir una calma y una seguridad de que, pasara lo que pasase, todo iría bien.

Estando ya sentada en la butaca, la hormiguita cayó en la tentación de echarse una cabezadita, sus ojillos se entornaron involuntariamente. De fondo, oía a la señora gnoma tararear una bella melodía mientras echaba una serie de hierbas al agua que calentaba y removía, parecía que las hablase a través de su melodioso tarareo. Contemplando a la señora gnoma en este cálido ambiente, la hormiguita entró en un estado soñoliento en el que todas las preocupaciones de la cabeza en las que últimamente andaba desaparecieron. La melodía de la señora gnoma era muy placentera y sumió aún más a la hormiguita en un relax en el que le era imposible mover cualquier extremidad o incluso articular cualquier palabra. El asiento de la butaca era mullidito y aportaba un calorcito templado y constante. La señora gnoma la había fabricado ella misma tomando los restos de la lana de unas ovejas a las que habían esquilado a finales de la anterior primavera y que encontró tirados en la orilla del río. Mientras la hormiguita disfrutaba de su estado de descanso, observaba por sus entreabiertos ojillos a la gnoma echar también una especie de sales en aquel caldero. Ya casi estaba listo.

Al rato, la señora gnoma colocó un barreño a los pies de la butaca en donde vertió el agua hirviendo con la mezcla de todo lo que había cocido.

—Aún no metas las patitas —le advirtió la señora gnoma—. Podrías escaldarte. Lo que sí puedes hacer mientras el agua se templa es respirar el vaho. Te calmará la mente primero. Puedo percibir que tienes la cabeza tan recalentada como tus patitas —continuó diciendo la señora gnoma.

La hormiguita al escuchar la palabra escaldarse pensó: «mmm, interesante palabra». Abrasadas, así es como se sentían sus patitas tras el largo verano.

Cuando el agua ya estuvo lista, ideal de temperatura, un poquito caliente, la hormiguita, con la ayuda de la señora gnoma se incorporó y se metió en aquella tina ovalada de plata. Al introducir sus seis patitas, y tras deshacerse del vendaje de musgo, una sensación de gran alivio recorrió todo su cuerpo, tanto que las antenas de su cabecita, que le servían para orientarse por la vida y siempre mantenerse en el camino, recobraron la vitalidad que tenían en primavera y se enderezaron como si una energía vital las recorriera.

La señora gnoma al verlo, sonrió y dijo:

—No es nada grave, lo de siempre, os pasa a muchas, pero debes tener cuidado, amiga, y no extenuarte o las consecuencias podrían ser graves la próxima vez, especialmente cuando han pasado varios veranos y estos van siendo cada vez más calurosos. Si quieres disfrutar de tu comida cuando llegue el invierno, debes tomártelo con más tranquilidad, de lo contrario podrías no llegar a contarlo.

Tras el baño de sus patitas, la señora gnoma, con sus finas manos, secó sus pies con una suave toalla color vainilla y le cortó las uñas. En una de sus patitas se le había hecho un uñero, y tras curarlo, le masajeó sus tarsos, tibias y espolones con un ungüento que ella misma había preparado, por supuesto, a base de manzanilla y caléndula. Con aquel masaje, la hormiguita sintió cómo la sangre le circulaba de nuevo por sus patitas. ¡Qué gran alivio! Era como si respirase de nuevo un aire limpio. La hormiguita, ahora sí, en muchísima mejor condición física, pudo ponerse de pie ella misma y dándole las gracias a la señora gnoma desde el corazón, sin necesidad de articular palabra, se marchó rumbo a su hormiguero. 

Una vez fuera, se dio cuenta de que el día estaba llegando a su fin, ya no se veían los colores anaranjados y rojizos del crepúsculo veraniego, en su lugar, había comenzado a lloviznar y a calar todo el bosque con la humedad otoñal, esta que tanto refresca nuestro interior tras los calores del verano. Las lluvias de otoño llegaban y con las aguas el ritmo de trabajo iba aminorando poco a poco, día a día. La hormiga sintió las primeras gotas del otoño como un bálsamo para su alma. Esa noche por suerte podría contar con una hora más de sueño. Los días comenzaban a ser más cortos y las noches más largas.



Feliz tiempo de equinoccio otoñal,

María Reino


Fotografía del tronco talado de portada: María Reino

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