Y la niña, por fin, regresó al hogar que sus antepasados habían habitado en un tiempo remoto.
Cuando llegó, tras un largo recorrido, se paró y, desde un alto, contempló aquel paisaje de varias colinas enmarcadas en un limpio cielo azul primaveral. Unas colinas que habían sido dunas del desierto durante un largo tiempo; un páramo que había llevado al abandono de aquel hogar ancestral. Pero, por suerte, la climatología había cambiado mágicamente y había vuelto habitables aquellas tierras, devolviéndole el verdor de origen.
Sin embargo, nadie podría corroborar si en aquel remoto pasado el paisaje había sido tal como se mostraba en este momento ante la asombrada mirada de la niña, pues todas las colinas, no solo estaban alfombradas por tonalidades del verde pasto, sino que, además, cada una de ellas estaba embellecida por una flor en particular. Aún más especial era que, ya desde lo lejos, y orientado al mediodía, se avistaba un pequeño paraíso situado en una garganta entre dos colinas. La niña decidió caminar hasta allí, y cuando llegó, percibió una atmósfera particular. El paso de un riachuelo, que surcaba la vertiente a través de la angostura, había favorecido la aparición de unos lirios un tanto peculiares, de pétalos naranjas con motas amarronadas, conocidos hoy como lirios tigre. En estas flores, el elemento que más predominaba era el del agua, y el resto —el fuego, la tierra y el aire— debían mantener un equilibrio entre ellos, pues, de lo contrario, estas flores se marchitarían.
La niña disfrutaba paseando por este vergel cuando, de entre dos grandes varas de los atigrados lirios, apareció una mujer joven desnuda, pelirroja, de piel algo anaranjada y pecosa. Con una sonrisa se presentó como el ser de aquel lirial y, ante la atónita mirada de la niña, le siguió contando, como si se conocieran de toda la vida, que las motas más oscuras que lucían sus pétalos se debían a la exuberancia de la humedad condensada. Le reveló, además, que era una niña con suerte: había llegado justo en un momento crucial del día: el atardecer. Momento en el que estos atigrados lirios se mostraban trémulos cuando sentían los últimos rayos del sol, preparándose así para la llegada, por el cielo crepuscular, de un anhelado e intenso zumbido. Y es que, con los últimos rayos solares, estos lirios vibraban, tiñendo aquella paradisiaca garganta de cimbreantes y deseantes ráfagas anaranjadas.
Cuando el zumbido crepuscular se anunció desde la lejanía, la niña alzó la mirada y, perpleja, avistó la llegada de una nube densamente moteada, que determinada descendió para libar del néctar de los excitados lirios atigrados.
La mujer joven animó a la niña a que probara de su jugosidad, y que lo tomara como un presente por haber regresado a este hogar que, antaño, había sido habitado por sus antepasados. Pero antes de degustarlo, también le pidió que prestara atención a cómo sentía su cuerpo tras ingerir este elixir lirial. La niña ya había estado disfrutando de las delicias del aroma que envolvía aquel lugar mientras paseaba entre sus varas, y la fragancia —entre floral, algo amaderada, con un toque dulce, sutil, a la vez que elegante— la incitó a ir más allá y degustar lo que esta exótica flor le ofrecía. Tras ingerir esta regalada ambrosía, sintió como si una parte de ella se hiciera más fuerte en su interior, fomentando un arraigo terrenal más seguro. Concretamente, la niña percibió, a la altura de su pelvis, cómo el néctar se había metamorfoseado en una esencia mineral sana y reluciente, sobre la que, a partir de ahora, su parte humana podría asentarse mejor, desechando aquellos otros minerales, rígidos, que, por linaje, había heredado.
Justo cuando el sol ya se había puesto tras la línea del eterno horizonte, reluciendo en una última explosión vital, regalando un rayo verde fugaz para la esperanza del corazón, los atigrados lirios, extasiados, gustosos, exhalaron un profundo y sentido suspiro con el que refrescaron y perfumaron de color azul aquel paraíso, entrando así, poco a poco, en el descanso de la noche. Las abejas entonces se retiraron, complacidas, a su colmena junto a su reina, portando todo el jugoso néctar libado para transformarlo en un rico —y muy dulce— fluido del color del ámbar. Los restos que por allí quedaron del néctar segregado y no libado gotearon lentamente, como exhaustos, permeando a conciencia aquella angostura atigrada, escurriéndose por las hojas para dejarse caer, maravillados, al riachuelo de aguas no frescas ni transparentes que atravesaba aquella garganta.
Cuentan las aventureras y los aventureros que estas aguas, si alguna vez llegas a este paraíso lirial, son aptas para beber, y que proveen una base más fuerte sobre una misma o uno mismo, estimulando una nueva vitalidad y aportando un rejuvenecimiento. Aunque no debes preocuparte sobre la apariencia de tu piel, porque jamás tornará naranja como el ser de esta flor, según nos desvela con una pícara sonrisa la mujer desnuda, pelirroja de piel anaranjada —tersa y sedosa— y pecosa mientras su presencia se desdibuja entre las dos varas de lirios tigre de entre las cuales emergió.
Con atigrado cariño,
María Reino
Esta semana tenemos un evento muy especial: la entrada del verano, un tiempo para mí muy fecundo, a la par que tranquilo; de ritmo lento, y a la vez vital. Me encanta el verano, y los calores nunca han sido un problema para mí.
Con este cuento cargado de simbolismo, y que tiene visos de ser iniciático, quiero dar la bienvenida a los días veraniegos y al solsticio estival del próximo día 21 de junio.
También os animo a visitar en Madrid la exposición de Los mundos de Alicia en el CaixaForum de Madrid. Curiosamente, una de las obras expuestas guarda relación con mi cuento, y cuya imagen podéis ver abajo de estas líneas.
Gracias, María, por este regalo. ♡
ResponderEliminarGracias a ti por recibirlo con el corazón abierto ♡
EliminarMe alegra saber que te ha llegado como un regalo.