Ante mi ventana, suelo alzar la mirada y sentir un contento sosiego en mi pecho cuando contemplo las copas de los árboles en el azul del cielo. En este escrito quiero compartir lo que este cuadro del pintor del romanticismo español, Antonio Muñoz Degrain, me llevó a reflexionar al pararme frente a él.
Esta obra, Paisaje del Pardo tras la niebla (1866), se encuentra en el Museo del Prado y, hasta el próximo mes de enero, forma parte de una exposición temporal sobre este artista valenciano, en la que se exponen unas pocas pinturas más que ocupan una sala pequeña de la pinacoteca madrileña y universal.
El día que vi este paisaje no tenía pensado visitar esta exposición, tan solo quería ir al museo para volver a encontrar un equilibrio en mí tras pasar por una experiencia que me dejó con un destemple interior y un mal sabor de boca. Suelo acudir al arte, a la naturaleza y a la meditación para regresar a mí, a mi calor interno, mi armonía propia, mi hogar, y aquel día, ya que andaba cerca del Paseo del Prado, decidí entrar al museo. Por suerte, para ser domingo, no tuve que hacer mucha cola.
Desde que entré en la sala donde están expuestos los diez cuadros que forman parte de la muestra de la obra de Antonio Muñoz Degrain, me cautivaron el lirismo y lo evocativo de sus pinturas. Al pisar la sala 60 del edificio Villanueva, inesperadamente percibí un aire delicado, de la misma temperatura que mi piel, rozarme y susurrarme: «Ven, entra». Yo no me dejé llevar si no que algo en mí me llevó y yo voluntariamente lo seguí, y al adentrarme y posar mi mirada en lo que en esta estancia había, empecé a sentir los vibrantes tonos de los acordes cromáticos y a imaginar en sus atmósferas.
Frente a este paisaje, me quedé prendada de los tres o cuatro árboles que rigen casi el centro de la composición, especialmente del más alto, imponente, y de su reflejo desdibujado en las aguas quietas. Y me pareció muy curioso observar que tanto el jinete como el caballo dirigieran su mirada con atención hacia un mismo punto de la superficie del río, que coincidía con la imagen borrosa espejada de los árboles, como si hubiera algo; como si algo se hubiera caído al agua, me dio esa sensación. Me acordé entonces de Jaime, el hermano gemelo de Jesús, y pensé en mí también como gemela. Siento, a veces, que me caí de algún lugar. De hecho, nací con un chichón.
Hacía pocos días que había terminado de leer un libro muy interesante y breve sobre el gnosticismo (1) y los evangelios apócrifos (2); unos textos que durante mis años universitarios manejé sin llegar a conocer la dimensión de estas narraciones, y en las que muchos pintores y escultores se han inspirado para representar iconográficamente diferentes temas cristianos a lo largo de la historia del arte de nuestra era. Ya entonces, cuando era una universitaria, la iconografía que se inspiraba en los evangelios apócrifos me parecía mucho más interesante que las narraciones de los evangelios recogidos en la Biblia. Tras leer el libro, bueno y breve, que menciono al principio de este párrafo, entendí el porqué: por qué a mí me llamaban más la atención los temas iconográficos que bebían de las narraciones apócrifas. Y aunque ahora no venga al caso tirar de este hilo, aquella llamada se debía a mi forma de ser y a mi natural inclinación a no caminar por la vía ortodoxa. La vida y ese algo en mí que me invitó a visitar la sala 60 del Museo del Prado siempre me han llevado por caminos menos transitados, solitarios más bien, y peculiares.
«Cuando hagáis del dos uno…entraréis en el Reino», que se reza en el Evangelio de Tomás, es lo que yo vi en este paisaje del pintor valenciano al fijar mi atención en el árbol más alto, el protagonista, el que se yergue imponente con su copa hacia el cielo, el que respira con sus hojas el aire fresco de las eternas montañas del fondo, y el reflejo de la amalgama arbórea en el remanso inmóvil del río. Y es por ello que recordé a Jaime, porque vi que yo, la que planta su pisada sobre el barro de este mundo terrenal, soy un reflejo de un ser mayor, de una conciencia superior, como la del árbol más alto de este cuadro. Y al igual que las estrellas que se espejan en la noche sobre el agua de este río, mi conciencia superior también se espeja en mí, la de carne y hueso, pues en mí gobierna el agua de la vida.
Pero la yo que pisa sobre barro y tiene sed, ¿conoce a la otra Yo? No, pero la intuyo y la voy recordando gracias a ese algo en mí que me susurró en la pinacoteca. Y cada vez que me acerco al ser que, como el árbol, se yergue en mí, me convierto en un reflejo más nítido, aunque también, a veces, espejo algo borroso. Este vaivén lo vivo, en ocasiones, como un baile, y debería vivirlo siempre como un juego según se me aconsejó hace tiempo (3), pero otras veces, cuando me percibo borrosa, sufro y me pregunto si el hecho de que haya más o menos nubes en el cielo, y si estas son blancas, grises o azulonas, tiene algo que ver con la falta de claridad.
No creo ser la única persona que viva falta de claridad en algún momento de la vida, y tampoco me voy a fustigar por sufrir a veces, aunque lleve muchos años de trabajo personal. La vida me suele atravesar, ese algo en mí que me llevó a la sala 60 se abre, una y otra vez y de par en par, a todo; por eso percibo intensamente y siento, con frecuencia, que vivir esta realidad duele.
Pero hay que vivir, como predicaba el Don Manuel de Miguel de Unamuno en su San Manuel Bueno, mártir, aunque a veces la vida se sienta como una obligación y un batallar constante. Hay que tener la voluntad de vivir, de querer vivir, de desear vivir… Aunque desear, ya se sabe, y aún más siendo mujer, sea peligroso. Pero hay que vivir, y algún sentido tendrá que yo en estos tiempos haya encarnado como mujer y me llame María y no Jaime.
María Zambrano escribió en una de sus obras que vivir es ir naciendo sin cesar. Mi experiencia de vida me lleva a enunciar que con cada dolor he tenido la oportunidad de nacer de nuevo a una Yo más auténtica, como el gran árbol que se yergue grandioso en este escenario terrenal, paisajístico, y que ahora cuelga de la pared de la sala 60 del Museo del Prado. La vida también me ha enseñado que nacer y morir son dos caras de la misma moneda, cuyo valor voy descubriendo a medida que muero en algo y nazco a algo. Renazco sin cesar y, paradójicamente, en este renacer constante voy despertando cada vez más a esta realidad en la que ya he recorrido más de la mitad del camino. Entiendo que la vida, que es un sueño, se despierta en mí.... y yo, de ella.
Qué distinta lectura sería si Muñoz Degrain, en lugar de reflejar la copa de este gran árbol junto a la masa de verdes hojas de los otros árboles sobre el agua, hubiera estampado su sombra sobre la tierra… ¿Te has fijado alguna vez en tu sombra? ¿Cómo es? Y, ya puestos, ¿podrías imaginarte la sombra del Dios cristiano sobre la tierra que habitamos? Porque si estoy hecha a imagen y semejanza de este Dios, los árboles proyectan sombras sobre la tierra y, como es arriba, es abajo, puedo pensar que aquí, en la tierra, yo convivo también con la sombra de Dios. Tener una conciencia despierta implica también reconocer la sombra del árbol que soy.
Me gusta aprender sobre diferentes enseñanzas espirituales y, hace tiempo, en un libro de enseñanzas sufíes leí que «a la sombra de la cruz, se esconden los peores demonios» (4). Esta imagen me impactó mucho, y no pude negarla; de haberlo hecho, hubiera caído en un autoengaño, pues todo tiene su luz y su oscuridad, y reconocer ambos espectros como presencias es fundamental. Conocer tu luz y tu oscuridad es todo un trabajo de honestidad y humildad para con uno mismo, que se vertirá positivamente en ti y en los demás que te rodean.
Quizá por esto, en el Padre Nuestro se termine rezando: «Mas líbranos del mal. Amén». Y que así sea: libértame del mal. ¿Quién?: yo, y ese algo en mí que me invitó a visitar la sala 60. Te recomiendo probar a decir «no» a lo que verdaderamente no quieres, ya verás qué liberación. Es lo paradójico de la vida: a muchos se nos ha enseñado que decir «no» es malo y decir «sí» es lo bueno, especialmente si has nacido mujer. Aunque, en verdad, manifestar claramente un no a lo que no queremos no es malo, pues de lo contrario te negarías a ti misma. Decir «no» y negar no son sinónimos; si niegas lo evidente, optas por engañarte, caes en la mentira, eliges vivir en la sombra y entonces los peores demonios se harán contigo.
Como María, manifiesto que ser una misma conlleva vivir con coraje. Es decir «no» a muchas cosas, es mirar de frente al desafío de ser mujer y honrar el ser porfiona, al mismo tiempo que trabajar por aquietar mis aguas para espejar la gran belleza del árbol que soy. Así que gracias a todos aquellos que me habéis forzado a pronunciar «no», porque gracias a este «no» soy más Yo y vivo con amor propio.
María Reino
«¡Hay que vivir!... a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma del pueblo de la aldea a perdernos en ellas para quedar en ellas». San Manuel Bueno, mártir, Miguel de Unamuno.
1. Forma espiritual de los siglos I y II d.C. que daba gran valor al conocimiento interior como camino de salvación.
2. Escritos que quedaron fuera del canon del Nuevo Testamento. No todos los evangelios apócrifos son gnósticos
3. Esto se puede leer en el cuento “La pluma de ángel sobre los elegidos” de mi libro: El cocodrilo y el mundo de lo intangible.
4. Fernández Muñoz, Manuel: 99 cuentos y enseñanzas sufíes.
