8/19/2024

Los amantes pez luna

 

Cuenta la leyenda que, en alguna pequeña isla perdida del océano Pacífico, existieron dos jóvenes enamorados cuya sonrisa aún se puede vislumbrar cuando uno mira las centelleantes estrellas de las despejadas noches de verano. La historia, para algunos, puede que no tuviera un final feliz, pero para otros, el final es, en realidad, el ansiado por todos. 

Había una vez una joven muchacha que cada día esperaba ilusionada a su joven amado en la orilla de la playa, de arena blanca y fina, de la isla en la que vivían y les vio nacer. Ella, morena de tez y de pelo —ondulado y hasta la cintura—, de ojos negros y una sonrisa que iluminaba el día y hacía soñar en la noche, era la mujer más hermosa del lugar; y el palpitar de su pecho latía por un guapo muchacho de su edad: un sencillo pescador de buen corazón que casi todos los días, al alba, se echaba a la mar en su barquita de remos.

Ella, mientras él pescaba, solía esperarlo en la orilla, bailando y cantando al son de las olas junto a las otras mujeres de su misma tribu. Era común que las mujeres de aquellas islas bailaran en la mañana con una danza ancestral, cuyos movimientos de brazos, manos y dedos expresaban con delicadeza femenina y elegancia el saludo al sol y un eterno agradecimiento por la abundancia que la tierra en la que vivían les proveía cada amanecer. Todas juntas danzaban y cantaban con alegría, y flores frescas adornaban sus cabellos sueltos y ondulantes como la mar. Al atardecer, eran los hombres y las mujeres quienes danzaban encendiendo un fuego en la playa, despidiendo así el día y dando gracias, de nuevo, por todo lo recibido. En este paraíso se respiraba amor, felicidad y tranquilidad.

Cuando el muchacho arribaba, ya entrada la mañana, con su pesca, su amada, orgullosa, salía a su encuentro, fundiéndose con él en un abrazo. Después pasaban el resto del día juntos, correteando por la playa, jugando en la orilla con la espuma y las olas, y haciendo todas esas cosas que solamente hacen los enamorados en esa tierna edad.

Pero había una sombra sobre la historia de amor de estos dos jóvenes. El padre de la muchacha no veía con buenos ojos la relación de su hija con este sencillo pescador, pues quería para ella otro joven: un apuesto y engreído muchacho, hijo del jefe de la tribu de la isla más próxima a ellos. A menudo le hablaba a su hija de la conveniencia de su unión con este joven por el bien de ambas comunidades. Ella se negaba a escuchar a su padre, prefería vivir sintiendo el latido de su corazón, y, una noche, tras una fuerte discusión con su padre, la muchacha, incapaz de conciliar el sueño, con la tristeza en sus ojos, se levantó y decidió acompañar y despedir a su amado en la orilla para desearle buena pesca aquel alba. Con un beso se prometieron amor eterno y, con una sonrisa, un hasta luego. Ella permaneció esperando en la orilla de la playa en la que ambos solían pasear su amor y alegría. 

Las horas pasaron, y allí la joven, como siempre, esperó danzando y cantando a la vida. Pero las horas pasaban, y el calor del mediodía empezó a apretar y el joven no llegaba. Llegó la tarde, y allí ella siguió sin cantar ni danzar, mirando con congoja el horizonte, tratando de atisbar la barca de remos que llevase a su amado de vuelta a la orilla, a ella. Al ocaso, la muchacha ya ansiosa empezó a desesperar, temiendo lo peor. Nadie sabía nada y todos miraban con tristeza a aquella bella muchacha.

Cuando cayó la noche, su padre ordenó ir a buscarla para que regresara a casa, y ella no tuvo otra opción que obedecer. Los ojos de la joven ya no destellaban la alegría del amor, y las gentes del lugar trataron de animarla, convenciéndola de que alguna corriente podría haberle desviado hacia otra orilla o quizá hacia la isla vecina. Pero ella, en su corazón, sentía la opresión de la preocupación por su amado, el igual con el que hasta ahora había paseado despreocupada su dicha por la playa de la isla que les vio nacer.

A la tercera noche, cuando la luna lucía en todo su esplendor, mientras todos dormían, la joven decidió salir y tomar otra barca con remos. Se adentró en la mar. La noche estaba tranquila, y la luz de la luna llena le ayudó a seguir el rumbo que ella sabía su amado tomaba cada día antes del amanecer. Remó y remó, y se adentró cada vez más en aquel horizonte que nos acerca a otro mundo y nos separa del nuestro. Allí, sola, ante la inmensidad de lo infinito y con la noche brillando sobre ella, miró a la gran madre, la luna, y le pidió que, por favor, le ayudara a encontrar a su amado para no separarse nunca más de él. Tras varias horas esperando, por fin divisó algo meciéndose a la deriva: era la embarcación de su amado, arrullada por la marea. Aunque estaba muy cansada de haber estado remando durante varias horas, remó con más ahínco hasta que por fin alcanzó la barca para descubrir, tristemente, que su amado no estaba allí. Tan solo estaba su red enganchada a la cornamusa de amarre y enredada con el cabo. Al acercarse aún más, vio que, en el agua, parecía haber atrapado en la red un pez luna. Al inclinarse para liberarlo, la joven cayó al agua. Se hizo el silencio en la mar. Tan solo quedaron las barcas de ambos enamorados meciéndose al unísono, acogidas en un gran círculo de plata.

Nadie volvió a saber de aquella muchacha tampoco. Pero cuenta la leyenda de aquellas islas que, por estas fechas, cuando hay luna llena se oyen sus risas llegando a la orilla con cada ola del mar, y se adivina la sonrisa de ambos titilando en el cielo en las despejadas noches. Incluso, quienes han llegado a visitar esta pequeña isla del Pacífico cuentan que allí aún están, juntas y amarradas en la arena de la playa, las barcas de los dos amantes, unidas por una cartela rememorativa en la que se puede leer: Los amantes pez luna

Como curiosidad, a añadir a esta leyenda, acontece que, las noches de esta época del año en las que ambos desaparecieron, los peces luna acuden al mismo lugar para reproducirse durante las noches de plenilunio. Es por esto que los lugareños decidieron llamar al astro de estas fechas, que con luz de plata nos baña en la noche, La luna de los amantes pez luna.

    Que tengáis una feliz noche de luna llena en Acuario,

                                                                                            María Reino


Texto y dibujo: María Reino

8/07/2024

Un cuento de hadas de los de entonces


 

El verano, como siempre, era caluroso pero efímero, y el paseo por las avenidas del jardín, que antiguamente había sido propiedad exclusiva de la familia real, procuraba a la población cercana un alivio al sofocante calor y un refugio de la ardua cotidianeidad. Pasear entre la exuberancia de aquel vergel era adentrarse en una atmósfera donde lo efímero se percibía en el breve lapso de las vacaciones estivales. Y pese a la transitoriedad, en aquel jardín el tiempo parecía suspenderse, atrapado en una quietud detenida entre dos períodos más largos y, por momentos, agitados. Así había sido siempre para Sandra.

Sandra era una de esas mujeres afortunadas que había podido dejar de lado su profesión para dedicarse por completo a su hijo y su hogar. Aunque para su madre y las mujeres del pasado esta forma de vida había sido la única opción, en tiempos presentes, con la incorporación de la mujer al mercado laboral, suponía un auténtico lujo renunciar, siquiera temporalmente, al desarrollo profesional, y quizá también al personal, para entregarse a una labor que durante siglos había sido incuestionable. 

Aquel era, además, el primer verano en el que su hijo corría, y saltaba, y Sandra había pensado que no habría mejor lugar para expandir y ejercitar aquellas rechonchas piernecitas que bajo el verdor de los grandes plátanos de sombra y los aromáticos tilos del magnificente jardín. Se entregaba a la maternidad con entusiasmo, convencida de la importancia de una crianza comprometida y consciente. Había leído diversos libros sobre el tema e incluso asistido a algunos talleres. Observaba sus ojeras y las diferenciaba de las otras mujeres de su edad, aquellas que debían fichar a las ocho de la mañana en una oficina y ausentarse de casa por más de diez largas horas.

Las ojeras de Sandra eran del color de los despertares tempranos, cuando su retoño, con energía desbordante, irrumpía en su cama dando brincos y reclamando el desayuno con alborozo. Y qué mejor despertar que aquel: ¿El estridente pitido de una alarma que obliga a apresurar un café amargo y trazar un delineador sobre una mirada agotada? No. Mucho mejor era abrir los ojos y encontrar a su pequeña estrella sonriendo al asomar el sol, anunciándole, con tumbos, una nueva jornada llena de posibilidades. Su hijo le había devuelto el sentido de la aventura que, tarde o temprano, la adultez roba a casi todos.  

        Después del desayuno y de recoger la casa, aprovechaban las horas en que el calor aún no apretaba demasiado para salir hacia el jardín real. Con suerte, pensaba Sandra, su pequeño, al corretear entre setos y fuentes, respirando la fragancia que los tilos desprendían en la humedad estival, caería en un sueño reparador que le permitiría a ella descansar un poco también. La energía desbordante de su hijo la mantenía exhausta, con unas permanentes ojeras que disimulaba con corrector.

Aquella mañana de agosto, el calor y la humedad eran aletargadores, pesaba respirar. Sandra se sentía más cansada de lo habitual; sus pies no querían caminar, sino arrastrarse, y de vez en cuando tenía que detenerse para tomar aire. La atmósfera parecía densa, impregnada no solo del aroma exuberante de la vegetación, sino también del verdor húmedo que el río exhalaba en verano al atravesar el valle. Todo tenía un aire de extrañeza, como si el mundo se percibiera a través de un velo difuso. Al pasar junto a un banco de madera con respaldo, Sandra aprovechó para sentarse mientras su pequeño jugaba, restregando un palito contra la tierra seca. De pronto, el niño tropezó con las raíces someras de un plátano de sombra y, con la fascinación del asombro infantil, exclamó: 

—¡¡Mamá, mira!! ¡¡Este árbol tiene una nariz y una boca!!

Sandra sonrió con nostalgia y abrió los brazos para recibirlo. 

—¿Sabías que la abuela, cuando yo era niña, me contaba que por esa nariz los duendes que viven dentro del árbol pueden oler a todos los niños que pasan cerca?  —dijo, con un brillo travieso en la voz.

—¿Y por qué, mamá? —preguntó el niño, llevándose un dedo a la boca. 

—Porque por esa boca grande que ves ahí, junto a la nariz, aspiran a todos los niños que no obedecen a sus papás y a sus mamás, igual que la aspiradora que tenemos en casa. 

El rostro de Pablo palideció de inmediato. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y, al contemplar su expresión aterrada, Sandra sintió una punzada de culpa. Había asustado a su hijo. «¡En qué estaba pensando!» se recriminó, mientras intentaba consolar la llantina espontánea de su pequeño, estrechándolo contra su pecho. ¡Qué crueldad asustar así a una criatura! Se sintió la peor madre del mundo. No solo mala madre, sino mala persona. Había traicionado el código de la crianza respetuosa que tanto se había esforzado en seguir.

Tras unos minutos de mimos y susurros, el niño se calmó. Sandra lo sentó en el banco y le acarició el cabello.  

—Espera aquí, voy a buscar la botella de agua. 

Se levantó, se agachó para sacarla del carrito y, al incorporarse, su hijo ya no estaba.

—¿Pablo? —llamó, sorprendida, mientras barría con la mirada los alrededores.  

Al no verle ni oír respuesta, un grito desgarrador gritó de us pecho:

—¡¡¡¿¿Paaaaabloooooo??!!! 

El jardín entero pareció quedar en suspensión. Ni el más leve susurro de hojas rompía el silencio sofocante. Con el miedo trepándole por la garganta, Sandra miró el árbol de raíces misteriosas, lo rodeó, escudriñó los setos cercanos y, entonces, algo se movió entre las ramas secas. Se acercó de un salto y vio, fugazmente, una figura de piel verde, de la estatura de su hijo, alejándose a brincos.

        Un escalofrío recorrió su cuerpo.

—Pablo, hijo —balbuceó, casi sollozando, mientras rescataba a su pequeño de entre las ramas secas—. Mamá te dijo que te quedaras ahí. 

Lo observó: tenía arañazos en los brazos, un agujero en la camiseta, manchas de tierra en la cara y algo de arenilla en la boca. Le sacudió el polvo de los pantalones y preguntó:

—Pero ¿qué ha pasado? Mira cómo te has puesto...

        El niño, afectado, la miró fijamente.

—Un niño de color verde me ha empujado, mamá. Y se fue por allí —dijo, señalando con su dedito hacia el punto exacto donde Sandra había visto desaparecer a la criatura. 

Luego, con el mismo gesto de antes, se llevó el dedo a la boca y, sin apartar la mirada del horizonte, preguntó:

—Mamá, ¿es eso un duende?


Texto y fotografía: María Reino.

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